Viendo las cosas fríamente, se puede entender que a los políticos y sus aprendices les cueste seguir la ruta que marca la sabiduría popular cuando sostiene que uno es esclavo de lo que dice y amo de lo que calla. Sí, se puede entender, porque no es fácil impedir que los pensamientos se conviertan en palabras y que estas, una vez sueltas, vayan a los oídos y a los ojos de los demás. Pero, entender la dificultad de hacerlo no equivale a justificarla, mucho menos en un político, que por definición y quiéralo o no, es alguien que tiene abiertas todas las ventanas y las puertas de su vida. El mundo privado, ese en que se puede soltar cualquier palabra casi sin tremor a las consecuencias, se reduce a la mínima expresión desde el momento en que da el primer paso en el espacio de la política. Es una condición que se multiplica exponencialmente cuando el político ha invitado a un periodista para que, nada más y nada menos, registre y difunda sus palabras y su quehacer diario.

Moscas en la boca

Precisamente, eso es lo que hizo John Lee Anderson y lo que habría hecho cualquier otro periodista que tuviera la oportunidad nada usual de compartir el día a día de un presidente durante un par de semanas. Pensar que un profesional de larga y responsable trayectoria iba a prestarse para un publirreportaje solamente puede ser producto de alguna mente pueril que considera que una invitación (seguramente con gastos pagados) garantizaría un artículo lisonjero. Suponer que la revista en la que se iba a publicar la pieza periodística se iba a prestar para una sobada de lomo era desconocer la trayectoria, el estilo y la ética de The New Yorker. Era también menospreciar a los lectores de esa publicación, que no son los vecinos de la hamburguesería de la esquina.

La libreta de Jon Lee

Como si las palabras lanzadas irresponsablemente al viento no hubieran sido suficientes para enlodar la imagen propia y la del país, la cadena de errores sumó eslabones con cada uno de los intentos de explicar lo inexplicable. El recurso más fácil –y el más burdo– fue aquella muletilla de las declaraciones sacadas de contexto, a la que siempre han acudido los políticos para eludir el reconocimiento de sus errores. Es indudable que en el caso de una entrevista o de una declaración específica ese argumento puede servir de justificación. Pero, cuando el artículo recoge no solamente múltiples conversaciones mantenidas entre el periodista y el personaje a lo largo de varios días, sino que también transcribe opiniones de este en diálogos con sus colaboradores, ya no se puede aludir a un único contexto ni a un solo tema del que pueda extraerse una frase aisladamente. El artículo de J. L. Anderson es una semblanza, un retrato de la manera de ejercer el cargo y de desempeñarse en la vida cotidiana del personaje que, según la información oficial, se seleccionó a sí mismo como el actor principal. El contexto se disuelve en el plural, en múltiples contextos, y en todos se repiten las frases imprudentes, los juicios apresurados y las motivaciones hepáticas antes que cerebrales.

No debe ser fácil la posición de los colaboradores. Por el motivo que fuera –lealtad, amistad, necesidad del cargo– consideraron que su obligación era justificar todas las barbaridades que fueron registradas por el periodista. Ninguno de ellos se planteó renunciar al puesto, como mandan en estos casos la ética y la lógica. (O)