Ayer celebramos el Día del Libro y un par de acontecimientos en Guayaquil se lo recordaron a la comunidad. Como somos animales festivos hay que flamear banderas y reventar cohetería para ponerles visibilidad a fechas que merecen tenerse siempre presente. Los lectores fanáticos queremos tener compañeros de esta, nuestra saludable fiebre –vale el oxímoron–, y escribimos sobre ello, andamos con un ejemplar en la cartera y nuestra idea más terrorífica es que nos sorprenda alguna espera sin material de lectura.

Por medio de los libros conocí a Mario Vargas Llosa: cuando era universitaria, los dos primeros años y desde entonces, leí todo lo que fue publicando, persuadida de que era un extraordinario hombre de letras. Haber conseguido Historia de un deicidio (1971) en un puesto de viejo me hizo durante años poseedora de un tesoro que mis alumnos fotocopiaban, porque el autor, desde que se peleó con García Márquez, no autorizó nuevas ediciones. La ciudad y los perros (1963) fue la primera novela que analicé en el colegio de mis afanes y enseguida tuve una reunión de padres de familia que me reprochaban por qué había elegido una pieza tan ‘fuerte’.

Elogio de la ficción

Continué fiel al autor de mis amores y en la universidad trabajé Madame Bovary, de Flaubert, con la guía de La orgía perpetua (1975), en la que Mario nos enseñaba cómo ingresar en la obra a través de tres puertas: la de la relación personal (cada lector entabla relaciones con libros como con seres humanos y conserva historia de ello), la de la correspondencia (el intercambio de cartas del francés con su amante Louise Colet) y la del análisis textual, que es de una originalidad impresionante.

Y así podría seguir porque recuerdo el momento en que consumí cada obra del gran peruano. Dos veces lo vi y escuché en persona: la primera en Washington, cuando presentó La fiesta del chivo y se expresó en un inglés tan fonéticamente latinoamericano que pude entenderlo todo; la segunda en Guayaquil, cuando la fundación Ecuador Libre lo invitó a una charla que trataba su libro menos literario, La llamada de la tribu (2018), que explica los autores que lo llevaron a su posición liberal, distante de su marxismo de juventud.

El saber novelístico en Vargas Llosa

Que haya conseguido el Premio Nobel en 2010 y se le haya quebrado la voz al referirse a su esposa, Patricia, para poco tiempo después divorciarse de ella y correr detrás de otra son datos de prensa rosa. Aquí nos importa que haya regresado a Lima, conocedor de que estaba enfermo y se haya reconciliado con todos los suyos. Que se haya despedido de sus ficciones con una novela (decisión coherente), que haya renunciado a escribir sus dos columnas mensuales en El País y que nos haya dejado esperando su estudio sobre Sartre (anunciado verdadero cierre de su escritura) son signos de la mesura y la fortaleza con que asumió el azar de sus últimos días. Solo quienes lo oyeron en Quito y Cuenca hablar de literatura –por coyunturas oportunas– salieron deslumbrados de la lucidez de sus ideas y de su verbo atrayente.

La vida le concedió muchos años y él le correspondió con la más fiel entrega a su vocación y talento. Ninguna veleidad –que las tuvo– lo alejó de su tarea, su decepción ideológica no influyó en que sus novelas se resituaran de uno u otro lado. (O)