Casi al final de Los hermanos Karamazov, en pleno juicio por el asesinato, cuando le preguntaron a Dimitri Karamazov por el carácter del criado Grigori, respondió que éste le había sido fiel a su padre como lo hubieran podido ser setecientos perros juntos. No dijo uno ni dos ni tres. Setecientos. Este año que se cumplen dos siglos del nacimiento de Dostoievski, pienso en la respuesta de Dimitri como una vía, una de las tantas, para comprender el talento novelístico del escritor ruso. Las lecturas de críticos como Bajtin o Steiner, biógrafos exhaustivos como Joseph Frank, o ensayos puntuales y originales como los de Isaiah Berlin siguen diciendo lo más relevante sobre Dostoievski, incluso es revelador un rechazo emblemático como el de su paisano Nabokov, más bien devoto del otro autor que parece el hermano mayor ineludible y olímpico: Tolstoi.

Dostoievski no solo es inagotable por la extensión de sus novelas, sino por las escurridizas y múltiples posibilidades de lectura. Lo que nos lleva de regreso a los setecientos perros de la comparación de Dimitri con los que seguimos el paralelismo con Tolstoi. Guerra y Paz es una novela mucho más extensa (mil y pico de páginas) que cualquiera de las de Dostoievski (que suelen llegar a las ochocientas o novecientas). En ambos hay una vastedad de personajes. Sin embargo, Guerra y Paz, por encima de ese hervidero de vidas y familias, tiene por columnas centrales al príncipe Andrei y al despistado y entrañable Pierre Bezujov. Ni siquiera la fascinante Natasha deja de ser el puente invisible entre ambas cimas. En Dostoievski, sobre todo el de su madurez, el de novelas como Los demonios o Los hermanos Karamazov, ambas publicadas en la última década de su vida, lo que más sorprende es que nunca termina de darse un héroe único y central. Sus personajes asumen en sus respectivos momentos una centralidad tan fuerte que parecería que se va a dar un giro completo a la historia. Sus distintos tipos de narradores, o mejor dicho, la gradación que tienen en cada novela, en algunos casos asomando el autor, en otros remitiéndose a algún personaje completamente secundario y menor, o simplemente desapareciendo en una omnisciencia clásica, muestran esa rotación de puntos de vista que se agudiza con los interminables y caóticos parlamentos de sus personajes. Esta capacidad para multiplicarse, para proliferar en visiones incluso opuestas, casi siempre en permanente tensión, son la evidencia de una creatividad y una capacidad panorámica de un talento único. No me parece nada gratuito que este mismo año que se cumple un aniversario emblemático de Dante sea el de Dostoievski. Steiner decía en Gramáticas de la creación que ambos autores, junto con Esquilo y Bach, tienen un “compromiso explícito con la trascendencia”. Sin ir tan lejos ni tan hacia arriba, el italiano y el ruso tienen la versatilidad para manejarse con decenas de personajes. Pero mientras Dante avanza del infierno al purgatorio y llega a la luz del paraíso, Dostoievski parece seguir los mismos pasos para dar vueltas en el Purgatorio sin posibilidad de ir a ningún paraíso, más bien retrocediendo de cuando en cuando al infierno.

No insistiré en la veta religiosa ampliamente estudiada en Dostoievski, ni en sus preocupaciones rusas, sino en el fenómeno de comprensión en otras lenguas y culturas. La única explicación posible sería un talento capaz de superar la música específica del ruso gracias a los recursos de suma y ampliación de lo que cuenta hasta hacer visible lo inextricable de mundos remotos. Es el exceso, no arbitrario ni verborreico, claramente atribuido a personajes y situaciones, un don para prodigarse con fuerza torrencial, lo que ayuda a la comprensión de sus novelas, a pesar de la vertiente más bien apolínea y correcta que pide la brevedad y la contención. Esta última es la que alcanza Tolstoi. Como ocurre con los talentos de primer orden novelístico, no existe la novela con las medidas exactas de la que se pueda decir que no le sobran páginas. Pueden lograr joyas de la brevedad, como El jugador del mismo Dostoievski, o el Hadji Murat de Tolstoi. Pero en el despliegue logran su grandeza. Su amplitud se percibe en que además de llegar a tantos lectores, Dostoievski sigue nutriendo a otros escritores de perfiles dispares. Fácilmente referenciables son las influencias en Nietzsche, en Thomas Mann (él mismo explicó cómo resolvió con una escena de los Karamazov el recurso para el pacto con el diablo de Leverkühn en Doktor Faustus) o en Albert Camus, Iris Murdoch, y en autores actuales como Rushdie, Kazuo Ishiguro o Svetlana Alexiévich.

Sus novelas no se agotan solamente en una lectura. Hay que volver una y varias veces para descubrir que bajo bosques que parecían haber sido recorridos, había corredores subterráneos y hasta bosque paralelos. Mi favorita es Los demonios. Justamente en esta novela, hubo un capítulo que no fue incluido por su editor y que apareció póstumamente. Las buenas ediciones lo añaden como un apéndice bajo el título “Visita a Tijon”. Allí el delirante Stravoguin visita al monje Tijon para hacerle la confesión de una atrocidad, la que hizo dar marcha atrás al editor ruso. En cierto momento, ante la turbación de Stravoguin, Tijon plantea una pregunta perfecta para perfilar el transfondo de su novela donde todos los personajes buscan una forma de redención aunque les parezca imposible comprender un orden superior que lo conceda: “¿Quién puede abarcar al Inabarcable? ¿Quién puede comprender al Incomprensible?”. Abarcar y comprender fue el deseo que desata sus novelas. Su mayor estudioso, Mijaíl Bajtin, lo caló como nadie, cuando concluye que “en cada voz, él sabía escuchar dos voces discutiendo, en cada expresión oía una ruptura y la posibilidad de asumir en seguida una expresión contraria”. La respuesta de Dostoievski son varias respuestas que chocan entre sí, como si la fidelidad de los setecientos perros de Dimitri Karamazov consistiera en perseguir hasta las últimas consecuencias a la presa enigmática. (O)