Las madres más obvias llevamos el peso de nuestros hijos en el vientre, el dolor, las malas noches. Pero nos embriagamos con el olor de sus cabecitas dormidas, sus pieles de almíbar, la intimidad e inefable paz de esas madrugadas que nos encuentran con un bebé en brazos sintiéndonos tan solas como acompañadas, maravilladas.

Las madres recibimos tarjetas y flores. A veces aparece un extraño que nos pregunta si tenemos hijos, y contestamos con el pecho henchido de orgullo que sí: que uno, dos, tres, cuatro. A diario nos llaman “mamá” con amor y necesidad, en susurros o a gritos, con gratitud y rencor, pero a fin de cuentas “MAMÁ”. Llevamos nuestro título como una medalla de honor, ganada a punta de lágrimas y sangre. “Soy mamá” nos decimos cuando todo lo demás nos ha salido mal, cuando el mundo a nuestro alrededor está envuelto en tinieblas. “Soy mamá” nos decimos acariciando la cabecita del bebé, trenzando el cabello de la niña, sonriendo ante la barba demasiado larga de nuestro hijo que sigue compartiendo su vida con nosotras gracias a una pantalla.

Pero qué poco piensa el mundo en las madres menos obvias. En esas madres sin nombramiento ni título ni día de homenaje. Todas esas abuelas que al terminar de criar a sus propios hijos, en lugar de echarse a descansar en una hamaca como merecerían, pasan día y noche cuidando y alimentando a sus nietos. Esas tías, tías abuelas, madrastras, amigas. Todas esas mujeres que sin ser “madres” lo son, que han maternado por meses y años a niños que no han salido de su vientre pero a quienes han ofrecido su corazón y su tiempo, lo más preciado que poseemos.

En mi vida abundaron las madres sin título: las tías gracias a las cuales tuve campamentos de verano, cursos de tenis y natación, vacaciones en playas y haciendas, y hasta un viaje al paraíso soñado por toda niña en los años 90: Disneyland. Tuve una abuela que nos alimentó durante años, cuatro días por semana, almuerzo de tres platos, a cuatro nietos hambrientos de todo, comida y amor. Tuve un abuelo que nos regaló lo que toda madre desea para sus hijos: alegría, dignidad, sabiduría, ternura. Tuve otro abuelo que pagó las facturas del dentista y ortodoncista, las pensiones del cole, mi primer viaje sola. Tuve abuelos que subvencionaron mis sueños. Tuve tías que compusieron la banda sonora de las mayores alegrías de mi vida. Tuve y tengo mujeres en mi vida que después de haber sido mis madres han conservado el título ante mis hijas. Mi primera hija sabe que fue la madre de mi mejor amiga quien hizo de madre mía durante los primeros meses de mi primer embarazo: me acogió en su casa, me preparó ensaladas de espinaca fresca, me compró libros para desentrañar lo que sucedía oculto en mi vientre.

En este Día de la Madre quiero brindar por todas esas madres menos obvias, aquellas que han protegido a las niñas de otras, aquellas que han acogido en sus vidas a los hijos de otras mujeres. Por todas esas “madrastras” a quienes debemos de una vez por todas liberar de esa leyenda negra. Por esas mujeres, las más generosas, que sin haber albergado en sus vientres a una criatura decidieron invitarla a vivir en sus corazones. (O)