Nací con la enorme nariz de papá y su gran frente. Con los años aprendí a aceptar estos prominentes rasgos, pero honestamente habría preferido heredar su enorme inteligencia y su gran corazón, pero así es la genética, no queda más que vivir con lo que nos haya tocado, aunque a veces nos provoque quejarnos: ¡malditos genes! Lo importante en la vida es ser como decía mi abuela: feítos, pero educaditos.

La única respuesta que tengo es que hemos nacido con el maldito gen de la contravención y la desobediencia.

Rara vez salgo a hacer compras, (¿para qué una tiene un maravilloso marido sino para que haga las compras?) Santi es el experto. Sin embargo, la mala suerte llegó, quería hacer locro y no había papas, entonces tuve que ir al mercado de Iñaquito, exactamente a un kilómetro de distancia desde mi librería Rayuela.

Tomé la avenida 6 de Diciembre hacia el norte y al llegar a las Naciones Unidas, exactamente a la altura del estadio Atahualpa, había un caos explicable: el policía decidió contradecir al semáforo, pero los conductores que venían desde la transversal no se enteraron. Entonces, cuando todos usaban la bocina sin compasión y las vías estaban repletas de autos que no avanzaban en ningún sentido, el ‘chapita’ decidió retirarse de la escena, sacar su teléfono celular y seguramente revisar su Facebook. Nos mató con la indiferencia.

Finalmente pude ir hacia el occidente y lentamente dirigirme a la avenida Amazonas, por donde giraría a la derecha.

Frente al banco del Pacífico hay una amplia parada de bus, yo iba detrás de uno asumiendo que entraría en aquella parada, pero qué va, él y dos taxis pararon en media calle. Lo increíble fue que tanto a los usuarios que se bajaron del bus, como a los que se subieron, ¡les importó un bledo! Se bajaron y se subieron más campantes que Johnny Walker. Respiré, esperé y en cuanto pude aceleré. La felicidad duró una cuadra porque, justamente por debajo del puente peatonal, un gentío cruzaba la calle. Unos a pie, otros andando, unos corriendo, otros cojeando, pero todos absolutamente indiferentes a la horrenda mole construida para su seguridad.

Anda suave, Moca, me dije. ¡Hay cada imprudente!

Lentamente llegué a la Amazonas, puse la direccional y esperé pacientemente a que el carro que estaba delante continuara su camino, pero no, no se movía. Cuál fue mi sorpresa al confirmar que el automóvil en cuestión ¡estaba aparcado! Sííí, aparcado en plena avenida Naciones Unidas, exactamente junto a un letrero de no estacionar. Om, om, om. De algún lugar apareció el apurado conductor, se subió al vehículo con cara de ‘pero sigo siendo el rey’ y arrancó. En este punto de mi vida dudaba si llegaría o no a probar el locro. Llegué al mercado. Santi me había contado que ya se puede aparcar adentro y que había un moderno control automático en la calle Villalengua, y supongo que así debe ser, pero un enorme camión bloqueaba la entrada. ¿En serio? ¡En serio!

¿Qué tenemos los ecuatorianos, y más exactamente los quiteños (aunque seamos chagras), en la cabeza y el corazón? ¿La vida nos negó neuronas, o nos las dio perezosas, prepotentes e irrespetuosas? La única respuesta que tengo es que hemos nacido con el maldito gen de la contravención y la desobediencia. (O)