En mi último viaje a Lima visité el museo Lugar de la Memoria, inaugurado en 2015. No fue fácil. Había evitado visitar este museo de la memoria de los años de terror en Perú, entre 1980 y 2000, porque yo viví en Lima en la década del 90. Finalmente me decidí. Caigo en la cuenta que la inconsciencia me hizo una jugada: me acompañó hasta el lugar un poeta peruano, que no entró, y a la salida me esperaba otro amigo poeta. Quizá algo en mí me pedía esa distancia cercana que solo logra la poesía. Lo cierto es que, cuando llegué en 1993 a vivir a Lima, todos me advertían del riesgo de ir a un país que estaba saliendo del terrorismo, o al menos así parecía cuando se capturó en 1992 a Abimael Guzmán, el líder del movimiento guerrillero Sendero Luminoso. Al tercer día de mi llegada, todavía hospedado en un hotel de Miraflores, explotó una bomba a siete cuadras del hotel, la que arrasó con un local de Hiraoka en la avenida Petit Thouars. Las ventanas de edificios y casas en Lima todavía tenían una cruz de cintas adhesivas para evitar, en caso de bombas, que las astillas de los vidrios fueran mortales. Cumplido un año de la captura de Abimael Guzmán, todavía hubo atentados pero Sendero Luminoso perdía fuerza. No así el MRTA, que en 1996 tomó la embajada de Japón en Lima secuestrando a los 800 invitados de una recepción y que terminaron siendo 70 que estuvieron encerrados durante cuatro meses. Sin embargo, los episodios de terrorismo terminaron. Perú recuperó el ritmo vital a pasos agigantados y los peruanos volvían a tener libertad y posibilidades de seguir creciendo luego de años de terror. Por suerte, o por inconsciencia juvenil, no hice tanto caso de las advertencias sobre mi traslado. El sitio que parecía el menos idílico para el escritor en ciernes que yo era, resultó estimulante y formador por coincidir con personas de gran talento y por compartir esa euforia de libertad. En Perú publiqué mi primer libro de cuentos y escribí mi primera novela. De ahí que visitar este Lugar de la Memoria resultaba conflictivo. Y lo fue. Me ha dejado el mal sabor que es el propósito de estos museos de la memoria, de los que hay alrededor de cincuenta en el mundo. El mal sabor se relaciona no solo con revisar en detalle algunos de los momentos de esa época sino frente a la dificultad de integración del Lugar de la Memoria.

Por supuesto, el contenido del museo cumple en parte su papel: registran los hitos de esas décadas, testimonios y ciertas precisiones que pueden olvidarse. Pero me queda la sensación de que algo faltó. No sé si tiene que ver la disonancia entre la arquitectura del lugar, un edificio monumental con acabado de concreto de los arquitectos Sandra Barclay y Jean Pierre Crousse, encajado en Miraflores en la bajada San Martín hacia el mar, con el hecho que el verdadero lugar de la memoria, por ser la zona más afectada del conflicto, fue en realidad la ciudad andina de Ayacucho, donde hubo el 40 % del total de víctimas, muy por encima de Lima y otras regiones. En Perú se debatieron en su momento estos temas. Uno de los grandes poetas peruanos, Mario Montalbetti, escribió un ensayo titulado “El lugar del arte y el lugar de la memoria”, incluido en su libro Cualquier hombre es una isla, donde señala varias consideraciones ineludibles respecto al hecho de la memoria y la representación.

Cuando llegué a la angosta puerta del museo vi un pasillo que da hacia una terraza desde la que se mira el mar. Quise empezar por allí. El guardia de la entrada me lo prohibió. No había manera. Debía bajar por una escalera a la izquierda, una escalera estrecha y larguísima. Así empezaba el recorrido: bajando al infierno. Bajé. Tuve que “hacer memoria” de los años en los que no viví y de los que sí fui testigo. Resumirlo es imposible. Puedo detenerme en detalles que me llamaron la atención. Se proyectaba el video del día de la captura de Abimael Guzmán. A su lado, Elena Iparraguirre, otra de las terroristas de Sendero, tenía una mirada ruda hacia los captores, defendía con su cuerpo que no tocaran a su líder y cuando este empezó a hablar sostuvo enfáticamente detrás de Guzmán una banderita roja con la hoz y el martillo. Fanatismo en estado puro. Había fotos de un desfile senderista con una tropa de personas vestidas de rojo enarbolando banderas en saludo marcial al retrato de Guzmán… en el patio de la cárcel de Canto Grande. Y mucho más fanatismo y horror, y testimonio de víctimas. Resistí una hora. Tomé las escaleras que se ampliaban cada vez más, tanto que se convierten en esa terraza que había visto en mi ingreso. Salí a la luz como quien va a tomar una bocanada de aire. Desde allí se ven las olas que corren los surfistas y la Costa Verde. Me tocó el cielo azul de verano.

Solo ahora, días después del recorrer aquel museo, mi memoria del lugar es unidireccional. Fui dirigido, orientado, no pude tener acceso a otras visiones o entradas. Como observó Montalbetti, no hay arte en ese sitio. Lo que se pretende arte induciendo a una conclusión evidente, no es arte. Porque la condición del arte es crear algo nuevo que compensa -dialoga, matiza, critica- las relaciones conflictivas con la realidad, no se mimetiza con ella. ¿Cómo avanzar con el desagrado si no se ven los caminos de esperanza? El lugar de la memoria tiene un edificio y un escenario impresionante, pero dentro el tiempo está detenido, su contenido deteriorado y se palpa el desgaste y la incompletud. Es un archivo que envejece. La memoria también está en la pujanza que pusieron los peruanos para salir del horror, en el arte que hizo contrapeso y de eso no se da cuenta. El horror por sí mismo nunca basta. (O)