Tenía 13 años, unos ojos enormes y el cuerpo que vibraba al ritmo de los tambores. Mikel Mesías Gutiérrez era miembro de batucadas populares.
La Batucada Popular no es solo un proyecto. Es una forma de vida y de resistencia. Un modo de protestar y manifestar con arte, con fuerza, con alegría, con furia. Golpean los tambores con el vigor y la potencia de quienes dicen no a la violencia, al discrimen, al bullying, y también con sutileza, cuando hace falta, como acariciándolos. El sonido del tambor es una declaración de vida. Y lo hacen juntos. Su presencia siempre conmueve. Son un escudo de ritmo frente al reclutamiento de bandas, frente a las miradas que ya sentenciaron a los chicos, varones y mujeres, de sectores populares, sobre todo si son negros, como delincuentes en potencia. Esos tambores son la voz de quienes el sistema quiere silenciar.
A Mikel lo mató una bala –que no estaba perdida, porque sabía muy bien a qué barrio entrar– en Bastión Popular. Allí, donde los fusiles ladran más fuerte que los perros, él eligió hacer ruido con su alegría. Su tambor no intimidaba; convocaba.
¿Dónde está la justicia cuando matan a un niño que hacía música? ¿Dónde esconderse cuando la vida se vuelve inhabitable, cuando lo cotidiano es cruzar campos minados por la pobreza, el miedo y el crimen? ¿Cómo se sigue cuando se entierra el latido colectivo del tambor que latía en las manos de Mikel?
El arte, sin embargo, no es una flor frágil. Es porfiado. Nace entre grietas, en un barrio donde los cables eléctricos se enredan como los sueños truncos, y aun así una batucada puede reunir a 150 niños para decir: “Estamos vivos. No nos rendimos.” Y no solo eso, seguimos creyendo que hay algo más que muerte en la realidad cotidiana, y asumimos esta muerte como tantas otras, con profundo dolor, pero con resistencia. No nos hundirán.
Vivimos en un país donde, cuando se habla de seguridad, se piensa en cárceles estilo Bukele, no en tamborileros. Donde se propone aumentar penas a adolescentes, pero no presupuestos para batucadas. Donde, si se vive entre la mierda de la falta de servicios y de la descomposición social, parece que lo único que queda es aspirar su olor, sus consecuencias, y seguir hablando de penas, prisiones, alertas y sumisión a lo inevitable. Sí, dije “mierda”. Porque muchos de nuestros jóvenes viven ahí. No porque sean basura, sino porque el sistema los expulsó allí. Y uno no puede vivir entre la mierda sin que se le impregne el alma. Mientras más se revuelve, peor huele. Hay que cambiar esa realidad. Ver que hay un mundo posible más allá del odio, más allá del hambre.
Y no. No se resignan ni nos resignamos. La belleza también cambia vidas. La música, el arte, la comunidad no son lujos: son salvavidas. Mikel no necesitaba un fusil. Ya tenía un tambor. No hacía falta encerrarlo, sino protegerlo. Y proteger a los que como él creen que pueden hacer algo que acelere cambios que hay que lograr entre todos.
Lo que ocurrió no es solo una tragedia individual. Es un grito de alerta. Porque cuando se mata a un niño que elige la belleza, se mata también la esperanza de todos.
Pero la belleza no se rinde. Aunque esté de luto, seguirá golpeando el tambor. Aunque camine en el estiércol, buscará siempre una salida. (O)