Un texto, una página de Visceral, el flamante libro de María Fernanda Ampuero que no termino de leer todavía, me empuja a estas líneas porque me abre una llaga y la llaga se llama Guayaquil. El texto se titula “Escapar” y es un grito de quien migra y añora, de quien sabe que su medio asfixia y aniquila, tanto que una de sus mejores líneas afirma: “Decidí irme antes de morir. Allí una muere y sigue viva”. La voz narrativa enriquece sus palabras con el poema “La ciudad” de Constantino Cavafis que yo había olvidado, por fidelidad a “Ítaca”.

Yo he vivido toda mi vida en este puerto terrible y atrapante. Tal vez porque soy producto de años más tranquilos, mi conciencia se abrió a un paisaje urbano con el que simpaticé de inmediato. Fui una chica de barrio amable, de convivencia con vecinos acogedores, a quien su bus escolar recogía y regresaba puntualmente. De adolescente empecé a usar transporte público con normalidad y ya en el primer año universitario tuve hasta que hacer trasbordo en una esquina oscura. Pero nunca tuve nada que lamentar, a lo más, algún exhibicionista que en bicicleta daba visibles vueltas que evidenciaban sus intenciones.

El centro de Guayaquil constituía un recorrido que amé siempre, ya de la mano de mi madre, ya desde la ventana de un vehículo: el ingreso a la Catedral era obligado; veía a mi madre comprar cortes de tela y pronto supe distinguir los géneros solo tocándolos; ella me premiaba con un helado de La Palma o con un disco de 45 revoluciones. La etapa universitaria, al volante de un carro pequeño, amplió mi andadura: fui a parar al Mesón Carmita, con el profesor de los sábados, que nos distinguía con su amistad a un grupo de compañeras y a mí. La huelga de la Católica obligó a mi curso a completar su periodo con clases sábados y domingos. Todo eso se hizo con intensidad, con bastante alegría.

El largo trajín profesional me unió de otra manera a mi ciudad. Recuerdo que en la nefasta época de la alcaldesa de los juguetes cruzaba la calle Portete que acumulaba montañas de basura en sus parterres, sumida en la repugnancia y el dolor. Guayaquil iba perdiendo su esplendor, se hacía fea, descuidada. No me acobardó la pregunta si iba a ser profesora toda la vida; al contrario, lo asumí con vocación y orgullo, transmitiendo, a través de piezas literarias, una indispensable mirada sobre el mundo que los rodeaba, sobre la declinante Guayaquil. Mi tarea era fundamental, mis alumnos lo confirmaban cuando se marchaban.

La ciudad golpea mi condición de adulta mayor con otro rostro. Uno limitante, amenazador, sobrepoblado, que parece autoinmolarse sin poder solucionar sus problemas, prometan lo que prometan los políticos en campaña. La desigualdad con que ha crecido y se mantiene; el desempleo que anula a la juventud, aunque estudie carreras gratuitamente; la atroz captación de esos jóvenes hacia el campo de la droga, los nuevos ricos dando muestras de que se gana dinero en Guayaquil, pero se vive en Samborondón, son solo unos ejemplos de su desmesura, de su trastorno en estilos de vida y en valores. Cavafis nos presta su voz para entender a los que se van “a otra tierra y a otro mar” escapando de aquella que sembró aromas, voces y paisajes en la psiquis, y nos convence de que a pesar de partir muy lejos, “la ciudad irá detrás de ti”. (O)