Leí en alguna página de Rosa Montero sobre un monje que vivió la peste negra en un convento francés y sobrevivió lo suficiente para dejar un manuscrito en que narraba cómo la enfermedad acabó con su congregación. En medio del dolor y la destrucción siempre ha habido una mano que ha puesto todo su empeño en dejar testimonios. Eso está ocurriendo en nuestros días. El año pasado fue Paolo Giordano, italiano, quien en los mismos días de la expansión del coronavirus publicó En tiempos de contagio. En nuestra ciudad, el doctor Juan Carlos Aveiga puso en páginas cargadas de intensidad su experiencia a lo largo de los primeros meses del combate con el virus, a partir de haber recibido a la paciente cero. Su libro se llama Lo que mis ojos vieron, crónicas de un médico en pandemia.

Ahora, que acaba de publicar una segunda parte bajo el subtítulo “La segunda ola”, y que vivimos tiempos más tranquilos, bien vale detenerse en el valor de historiar la tragedia universal y, en concreto, la que vivieron los ecuatorianos. A la historiografía le corresponde la visión de conjunto y el análisis de los hechos: frente a esa enorme tarea que emprenden los especialistas surgen voces como las del Dr. Aveiga, cuyo propósito se centra en contar experiencias vividas. Próxima al arte de relatar, ese que hoy domina el quehacer de los periodistas de largo aliento, pero fieles a la veracidad, los autores saben que en el camino de su relato surgen escenarios, personajes, acaeceres.

Hay puntos concretos del trabajo del Dr. Aveiga que merecen ser resaltados. Todavía tenemos rezagos de los comportamientos propios de “la segunda ola”, por ejemplo, que muchos ciudadanos hayan dado más credibilidad a las redes sociales que a los científicos. Si bien, como lo sostiene el autor, los médicos dudaron, estudiaron, se consultaron entre sí, ellos representaban el asidero más sólido en los meses de incertidumbre. Combatir la superstición, las teorías conspiranoicas, las dudas sobre las vacunas fue labor paralela a la de curar. Los primeros vacunados del país, en medio de las torpezas y abusos de las autoridades, quedan registrados: los que hemos sido testigos de los hechos comprendemos cuando alude a “la madre del ministro” o al “club elite”, pero, cuando se haga historia formal de este período del país, ¿se entenderán las alusiones?

El libro tiene también fuerza denunciativa. Deja claro que hubo médicos que llenaron “recetarios enteros con medicación y exámenes innecesarios por negocio o ignorancia”, que algunos pacientes se resistieron a las decisiones de los facultativos, que la ciudad carecía de implementos y hubo que derivar enfermos hacia Colombia. Un par de capítulos narra casos cercanos al autor, con toda la carga de emociones y esfuerzos, que ilustran muy bien la afanosa vocación de los trabajadores de la salud. He reparado como lectora en cuán despreocupadamente se vive cuando se es saludable y cuánto cambia la visión de vida, al menor signo de enfermedad. La pandemia nos puso a pensar a todos en la muerte al mismo tiempo, y transcurrida ya esa etapa, o regresamos a la inconsciencia o valoramos más el instante que tenemos entre manos.

El libro se cierra, precisamente, con un llamado a celebrar el hecho de ser sobrevivientes de la peor catástrofe de los últimos tiempos. Sí, estamos vivos, pero la lucha no ha concluido todavía. (O)