“Ira, gula, soberbia, lujuria, pereza, envidia, avaricia”, respondíamos a sor Pilar cuando en la escuela nos pedía enumerar los pecados capitales. Hoy me pregunto si habría otras formas de nombrarlos. Si pecar ya no es un asunto de pecadores. Si la culpa pervive en las religiones. Si lo correcto se ha malogrado para siempre. Si nos hemos rendido ante el descontrol. Si el mal se ha vuelto una rutina. Si para ejercer un cargo público, ser moral es una banalidad. Si al mal ya no es posible ubicarlo.

Reflexionaba sobre lo anterior cuando me topé con el libro Los siete pecados capitales. Una visión psicoanalítica (2013), el cual compila varios aportes profesionales que desnudan, uno a uno, los pecados enunciados. Lo que el psicoanálisis denomina ‘La ley del Padre’, que opera como una función general que ordena y limita a los sujetos de sus excesos, se encuentra debilitada en estos tiempos, abriendo las puertas a satisfacciones desmesuradas que traspasan las fronteras de la ley.

Por el estado de crisis ético-política nacional me detengo en la avaricia, asumida por F. Granados como el “deseo desordenado de obtener dinero y riqueza para su atesoramiento o acumulación”. Nada es suficiente para los avaros de hoy, en el intento imposible de colmar el hueco de su insatisfacción por tener más. Su interés “está en el dinero, un dinero que desea en un insaciable anhelo, acompañado del temor continuo de su pérdida”, y cuyo posible origen ha sido vinculado por Freud tanto al placer de retención de las heces fecales en la infancia –que el niño regala o niega– como al sueño de tener un seno inagotable, siempre a su disposición.

Que el avaro posmoderno se empecine en la forma pasiva de poder, agresividad y control cuando la forma activa de poder no es tolerada es un interesante abordaje de Granados, ya que se trataría no solo de su condena moral, social y legal por el propio acto de acumular sino por su carácter insolidario: “Supone un fracaso relacional. Niega al otro (…) la acumulación, la avaricia, cierra la puerta al otro, a la relación, a la comunicación, a la solidaridad”.

Los pecados, antes fortalezas enunciativas contra las pulsiones y los desenfrenos, parecen haberse aligerado en el mundo líquido. Caminamos entre arenas movedizas de podredumbre; agujeros negros que lo absorben casi todo, sin padrenuestros o códigos éticos que contengan el arrastre. Hemos devenido en un país del supergoce ilimitado, inmune ante cualquier tipo de coerción. El ‘factor letal’ que mencionaban Bauman y Dessal nos ha cobrado factura.

Hernán Pérez, columnista de EL UNIVERSO, argumentaba hace días que el principio de legalidad es tan esencial para la democracia como la libertad e igualdad. Entonces, ¿cómo bordear el entrampamiento moral en que nos hallamos? Acudo nuevamente a Bauman y Dessal: ante la impunidad de quienes violentan las normas culturales, no cabe más que mantenernos despiertos con lucidez sólida. Porque destruir la vida de otros, creyendo que eres una persona moral, es la nueva forma del mal. Es la forma invisible de maldad en la modernidad líquida, junto a un Estado que se rinde o se entrega a ella. (O)