Cuando abrí los ojos vi la base del champú y recordé que lo había dejado en el suelo de la ducha, así que por deducción lógica, si tenía esa perspectiva, yo también debía estar en el piso. Me incorporé y vi el charco de sangre del que me estaba levantando, las cosas no estaban bien. Poco a poco comprendí, me había desmayado. Atiné a salir del baño y acostarme en mi cama, tomé el celular y llamé pidiendo ayuda a mi exesposo, quien vive muy cerca. Llegó pronto, me vio y llamó a mi papá, luego se despidió diciendo que mis padres venían en camino y que si pasaba algo antes de que llegaran, lo volviera a llamar.

Desde ese momento el tiempo se detuvo, no sé cuánto pasó hasta que llegaron mis padres, no sé cuánto nos demoramos en llegar donde la doctora que me cosió más de trece puntos en la frente ni cuánto tiempo estuve inconsciente. No sé cuánto duró el suero que me pusieron ni cuántas horas manejó mi papá hasta que por fin llegamos a su casa muy entrada la noche, lo único que recuerdo claramente es a mi papá sosteniéndome la mano y a mi mamá repitiendo constantemente que todo estaría bien.

Fue un viernes horrible, pero amanecer al día siguiente en casa de mis padres fue un remanso de paz para mi salud física y emocional. Por primera vez en muchos años no era yo la que estaba siendo fuerte sino que por unos pocos días volví a ser la niña pequeña que mis padres cuidaron con amor y estoy segura de que eso fue parte fundamental de mi recuperación. Luego de esto me quedé pensando ¿por qué esperar a que algo grave pase para pedir ayuda? ¿Por qué cuando somos adultos nos da miedo o vergüenza reconocer que estamos pasando por un momento de debilidad en nuestra salud física o emocional? ¿Por qué nos creemos tan fuertes?

En mi caso era por no molestar, no ser un fastidio, por no interrumpir los tiempos de los demás, pero mis padres que todavía me siguen dando lecciones me repitieron una frase sencilla pero contundente: “Somos tus papás, siempre vamos a estar, no vuelvas a esconder que estás mal”. Tratamos de ser siempre valientes, pero olvidamos que la fragilidad no es negativa, por el contrario, es un elemento fundamental que nos humaniza y nos permite después ser empáticos con los demás.

Especialmente ahora que vivimos en una sociedad que no perdona defectos y que relaciona sensibilidad con debilidad. Las redes sociales son cada vez menos amigables y más violentas; nos molesta la gente que anda feliz y hasta han inventado un nuevo término “positivo tóxico” para atacar a quienes, sin importar las batallas personales que libren, han elegido llevar un mensaje positivo a la gente. ¿Por qué nos molesta que otros sean felices? ¿Cuál es nuestra carencia?

Finalmente, espero nunca volver a despertar con esa imagen dolorosa. Ahora comprendo que muchas veces creemos equivocadamente que estamos solos, pero siempre habrá alguien del otro lado del teléfono, lo importante es hablar y pedir ayuda. Recordemos una frase de Charles Dickens: “Nadie que haya aliviado el peso de sus semejantes habrá fracasado en este mundo”. De ese día, siempre agradeceré las manos que se extendieron generosas para brindarme su ayuda. (O)