Casi todos saben esta historia. El día en que la selección de su país perdió la final del Mundial contra Uruguay vio llorar a su padre. Había acontecido el trágico Maracanazo de 1950, la final de la cuarta Copa del Mundo. Uruguay derrotó a Brasil en Río de Janeiro. El niño, que tenía 10 años, le prometió al padre que ganaría esa copa. Lo hizo siete años después. Y no lo hizo una vez, la ganó tres veces. Edson Arantes do Nascimento, primero Dico y luego Pelé, se volvió la encarnación palpitante del fútbol, en todos los sentidos posibles. Era el fútbol. Él lo personificaba. La mayoría de los aficionados vivos de ese deporte jamás lo vieron jugar. Pero todos saben de él. Todos seguimos las noticias sobre su frágil estado de salud. Así como conocimos sobre su muerte. Pocos días antes, todavía encabezando el deporte más global de todos, felicitó a la selección argentina y al nuevo campeón del mundo: “Hoy el fútbol siguió narrando su historia, como siempre, de forma apasionante. Lionel Messi venciendo su primera Copa del Mundo, como era merecido por su trayectoria […]. Con seguridad, Diego está sonriendo ahora.”

Dos años atrás, aquel fulminante 25 de noviembre de 2020, el día en que murió Maradona, Pelé expresó: “Qué noticia tan triste. Perdí a un gran amigo y el mundo perdió una leyenda […]. Un día, yo espero que podamos jugar a la pelota juntos en el cielo”. En un corto trayecto pospandémico, América Latina perdió a las dos leyendas fundacionales del fútbol del siglo XX. En esa ocasión, cuando murió el argentino, entendí que las más grandes figuras del deporte se hermanaban con los dioses griegos, a quienes su condición divina no les exculpaba de los defectos humanos. Maradona, y su trágica vida, era la prueba. Hoy comprendo que Pelé, O Rei, la gloria del Santos de Brasil, tiene alcances mitológicos. Y por lo tanto, impregna la música, la literatura, el jogo bonito y la memoria de esta humanidad que inventó el arte, y también el fútbol, para soportar la vida.

¡Viva Pelé!

En El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música, el primer libro de Friedrich Nietzsche, quien entendía sobre la muerte de los dioses, queda planteada la posibilidad de que el arte dramático -esencial en el mundo helénico- nace de los cantos rudimentarios en honor a Dionisio, hijo de Zeus, divinidad de la fertilidad y el vino, de la locura ritual y el éxtasis, de la agricultura y el teatro. El dios Baco de los latinos, que los liberaba del estado normal de la conciencia gracias a la embriaguez, al clímax, y al canto. Nietzsche, sin embargo, explicaba que dos fuerzas e impulsos fundamentales sostienen el alma y el pensamiento trágicos de la cultura helénica. Si Dionisio, como Maradona, era el Dios del gozo y el exceso, ¿cuál era esa otra fuerza?

Apolo, también hijo de Zeus, era el Dios de las artes, el arco y la flecha, la luz, la muerte súbita, la enfermedad y la curación. Fundamentalmente, era el Dios de la belleza, la perfección, la armonía, el equilibrio y la razón. El que podía inspirar a los jóvenes, el venerado por los adultos. Tanto Dionisio como Apolo constituían fuerzas de la naturaleza, que luchaban y crecían juntas en el ser humano: el caos y el orden. Para la filosofía del arte, y la historia del fútbol, la creación solo es posible en la comunión de esas dos fuerzas, de esa complejidad en la que se funden la belleza y la sabiduría trágica, la magia y la disciplina. Alguna vez el astro brasileño declaró: “Perfecto es Pelé, que no se equivoca, que es inmortal. Pero Edson Arantes do Nascimento es una persona normal, que debe tener un monte de defectos que a mucha gente no les gusta y se los recrimina”. América Latina se ha preguntado desde hace décadas: ¿quién fue el más grande? ¿Quién fue el mejor? ¿Pelé o Maradona? Las dos caras de una moneda. Los dos impulsos de la naturaleza.

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Pero el Olimpo tiene más figuras. Pelé consideró al ecuatoriano Alberto Spencer, gloria y goleador del Peñarol de Uruguay y de la Copa Libertadores, como uno de los grandes jugadores de la historia. Según el relato de Pablo Forlán, Pelé habría dicho que solo Spencer lo superó en la maestría de hacer goles de cabeza. También sostuvo, fehacientemente, la grandeza y superioridad de Cristiano Ronaldo. Hace poco, tras la felicitación a Messi, reconoció al nuevo esplendor universal que ha llegado para quedarse: “Mi querido amigo Mbappé marcando cuatro goles en una final. Qué regalo fue ver este espectáculo para el futuro de nuestro deporte.” El día en que la selección brasileña fue eliminada de Qatar, el mundo entero vio el llanto de Neymar. Pelé le reconfortó con estas palabras: “Ambos sabemos que esto es mucho más que un número. Nuestro mayor deber como atletas es inspirar […]. Tu legado está lejos de terminar. Sigue inspirándonos. Seguiré dando puñetazos al aire de felicidad con cada gol que marques, como he hecho en cada partido que te he visto”.

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Quizá el fútbol es más que estadísticas, números, certezas. Apolo era el Dios de la verdad, pero también el de la poesía, por lo tanto de la mentira, de ese poder de la ficción que hizo a Platón expulsar de su República a los poetas. Pelé, como Apolo, no es la verdad que se sostiene solamente en los datos, sino en la mística y la pasión, en el oráculo y la leyenda. Dicen que Pelé anotó más de mil goles. Que hizo los mejores de la historia. Que era un rey. Que de niño fue limpiabotas. Que se negó a reconocer a una de sus hijas. Que está en el Olimpo. Que Frank Sinatra, Andy Warhol y Nelson Mandela tuvieron el honor de conocerlo. Que dio voz a los pobres y a los negros del Brasil. Que era perfecto. Que cantaba. Que fue ministro y embajador. Que Eduardo Galeano habló de su inmortalidad. Que sacó de la pobreza a su familia. Que lloró por los problemas judiciales de su hijo. Que su madre aún no sabe de su muerte. Que sus palabras perduran. Que no era perfecto. Que vive en la literatura, la música y el mito. Y sobre todo, que jamás dejó de ser el niño que vio llorar a su padre y le prometió una Copa del Mundo. (O)