Ustedes son 400, ellos 50, ya saben lo que tienen que hacer” les dijo, allá por agosto de 2008, el entonces presidente de la República Rafael Correa a los estudiantes de la Universidad Católica de Guayaquil cuando otro grupo se manifestaba en su contra.

“Colocamos camiones de cascajo, gente armada con lo que tenían en la mano en las cinco entradas de la ciudad de Guayaquil. Rodeamos la planta de la Toma con seguridad privada, armas y perros. Rodeamos las siete estaciones eléctricas también con guardias privados, dados por la empresa privada, armados y con perros (...). El orden resguardado por los más de cuatro mil empleados hombres y mujeres que también estuvieron armados con lo que tenían en la mano, desde palos y piedras”, reseñó la alcaldesa Cynthia Viteri en la ceremonia conmemorativa de la fundación de Guayaquil.

El expresidente se cobijaba en la convicción de que encabezaba una revolución y, como se sabe, el lenguaje propio de todas las revoluciones es la fuerza. Por tanto, el empleo de esta se justifica por un bien superior. La alcaldesa se amparó en su condición de defensora de la ciudad ante la amenaza externa. Si lo que venía era un agresor –armado como lo dijo ella–, no cabía otro recurso que la fuerza. Sin revolución de por medio y en un acto en que no tenía cabida una arenga de esa naturaleza, hizo suya –sin pronunciar las palabras– la conclusión del exmandatario: “ya saben lo que tiene que hacer”.

Las atribuciones legales y legítimas de sus respectivos cargos no solo les facultaban, sino que les obligaban a acudir a los procedimientos e instrumentos establecidos para el manejo y control de esas situaciones.

Supongamos que los receptores de esos mensajes hubieran hecho lo que sus autoridades les decían que tenían que hacer. Son altísimas las probabilidades de que, en cada uno de los casos, habría habido un alto número de heridos y seguramente otro tanto de muertos. La justificación del exmandatario y de la actual alcaldesa seguramente será que las consecuencias habrían sido más graves si no se hubiera actuado de esa manera. Pero, ese es un sofisma, un razonamiento que extrae una conclusión de una premisa falsa. La reacción directa de un grupo de gente –chico, grande, de una ciudad completa, lo mismo da– no era la única ni la primera respuesta que debía dar cada una de las autoridades. Las atribuciones legales y legítimas de sus respectivos cargos no solo les facultaban, sino que les obligaban a acudir a los procedimientos e instrumentos establecidos para el manejo y control de esas situaciones.

Siguiendo con el supuesto, es obvio que en ambos casos habría sido imposible identificar y sancionar a los responsables. Dándole vuelta a su antojo al drama de Lope de Vega, ambas autoridades habrían atribuido muertos y heridos a Fuenteovejuna, un pueblo herido en su orgullo y defensor de lo suyo. No se habrían hecho cargo, como sí deben hacerlo cuando responden con sus poderes legales. Están obligadas a ello, porque las atribuciones que les confiere el uso legítimo y proporcional de la fuerza a la vez les obliga a mantenerse dentro de los límites de la legalidad y de la responsabilidad. Hay que preocuparse seriamente cuando una autoridad decide dejar de lado esas atribuciones y comienza a actuar con lo que le sale del hígado. Por ahí también se erosiona a la democracia. (O)