Mamá intentaba vestirme bien. Peinar mis trenzas con esmero y mantener mis uñas y mis zapatos brillantes. Ella cosía los vestidos más lindos y originales que yo recuerde; me bañaba; lavaba mi pelo, hasta más abajo de la cintura, y lo trenzaba con cintas de colores que combinaban con el vestido elegido para ese día. Con un pequeño y suave cepillo me lavaba las uñas e inspeccionaba que mis zapatos brillaran. Cuando ya estaba yo hecha una muñeca, ella empezaba a arreglarse para salir conmigo. No importaba que se demorase cinco minutos o media hora en estar lista, ese tiempo era más que suficiente para que yo tuviera el pelo hecho una jamunga (palabra que mamá usaba como sinónimo de despeinada), las uñas negras, las rodillas raspadas, la cara pasposa y el vestido sucio. Cuando mi pobre madre me veía hecha una facha, se tapaba la cara y con una decepción profunda exclamaba: No puedo creer, me descuido de vos un segundo y ya estás descachalandrada. ¡Qué desobligo!

Me pasa que el vivir con unos líderes políticos desalmados, irresponsables, tramposos me ciega.

El desobligo es ese sentimiento de decepción, desilusión o despecho que nace de un fracaso; ese sentimiento de impotencia e indignación ante lo irremediable; ese horrible sentimiento de derrota.

Poco a poco lo atroz se va volviendo cotidiano. La primera masacre carcelaria nos heló la sangre, nos dejó sin voz, nos partió el alma. Lloramos un día, una semana, un mes. La segunda nos conmovió, pero pudimos comentar sobre ella y ya solo tuvimos un pequeño nudo en el alma y en la garganta. La última casi casi pasó desapercibida.

Mientras veía las noticias pensaba en qué nueva lectura compartiría con mis alumnos del taller de escritura del día siguiente. Ajena al dolor y al horror. Santi entró a la habitación y me preguntó: ¿Qué hay de nuevo? Yo, con una sangre fría alarmante, le respondí: Nada, se han matado en la cárcel de Santo Domingo.

¡¿Nada?!, gritó él sin entender mi frialdad. Recién ese momento me descoloqué y me sentí un monstruo. ¡¿Qué me pasa?!

Me pasa lo que a muchos, que ante tanto horror hemos perdido la capacidad de asombrarnos. Me pasa que el vivir con unos líderes políticos desalmados, irresponsables, tramposos me ciega. Me pasa que no puedo ver sin asco a una Asamblea Nacional cuya mediocridad y falta de escrúpulo abofetea. Me pasa que no veo una salida por ninguna parte, que me siento en un laberinto de miseria, de inmundicia, de lodo. Me pasa que el cansancio de tanta podredumbre me va volviendo inmune para poder soportar, trabajar, producir, pagar deudas y seguir cumpliendo con responsabilidad mis obligaciones.

Pero no es fácil. Cada mañana, como en mis épocas de la colegiala vaga que no había hecho las tareas, me envuelvo en las cobijas, me hago un rollo y lucho contra la pereza, el desánimo, el desobligo. Si este momento me preguntan dónde quiero estar, sin duda mi respuesta va a ser en mi cama, envuelta en las cobijas sin escuchar ni ver el mundo.

No quiero asomarme a la ventana, no quiero ver la calle y sus higueras, no me interesa que el mundo se desangre, ni que el pájaro cante o haya niebla. Ya no quiero asomarme a la ventana para enfrentar el día, para enfrentar la vida… o la muerte. (O)