Durante mucho tiempo defendí la sentencia que encontré en el prólogo de El lazarillo de Tormes, la preciosa novela picaresca española que, atribuida a Plinio el Joven, decía: “No hay libro por malo que sea que no contenga algo bueno”. Ahora la reconsidero. Pongo en la balanza los incontables que yo misma he leído y no puedo afirmar que, algunas veces, no perdí el tiempo en largos novelones “bestselerianos”, que alguna propaganda puso ante mis ojos.

El argumento que más me sostenía era que las malas anécdotas, los personajes inverosímiles, las desconexiones en la trama siquiera estaban escritas, a veces, con buena sintaxis y me ayudaban a ampliar el vocabulario. Corín Tellado me había enseñado a usar frases como “giró en redondo”, “recorrió el espacio a zancadas” y demás perlas con que la autora sostenía su almibarado mundo romántico. Cuando empezaron a circular los tomos de la saga de Harry Potter consumí los tres primeros y aprecié los valores literarios de esos títulos disparados al corazón de la imaginación juvenil, pero con visible calidad.

Hoy creo que los libros de inciertas o inexistentes cualidades brotan de dos extremos...

Hoy creo que los libros de inciertas o inexistentes cualidades brotan de dos extremos: de la voracidad del mercado que es capaz de convertir libros malos en atractivos títulos según el gusto del momento y de los muchos autores ingenuos que, impelidos por un deseo de expresión, de figuración o por aquello de que la vida exige tener un hijo, sembrar un árbol y publicar un libro, se lanzan a la edición privada que regalan a sus amigos. Esto último pasa mucho con la poesía, como si escribir líneas cortadas de vagarosa sugerencia fuera suficiente.

Y allí van quedando, para un tiempo indefinible y para lectores inalcanzables cantidades gigantescas de papel que quién sabe si se lean o que, si consiguieron adhesión alguna vez, no se volverán a abrir nunca más. Naturalmente, la responsabilidad no es solamente del volumen impreso (o digital), hay que contar con la práctica lectora del consumidor que vaya más allá del libro y medio que, dicen, los ecuatorianos leen al año. También con personas que cuenten con un presupuesto mínimo para adquisición de libros, ya que carecemos de bibliotecas que presten los libros a domicilio y hasta de cultura respetuosa del ejemplar ajeno.

No se trata tampoco de valorar la literatura por encima de otra clase de libros. Somos felices los que encontramos que los productos del arte interpelan la totalidad del yo, pero de hecho hay lectores o estudiosos que buscan –como decía un amigo de mi juventud– “los libros que plantean ideas” y se refería él a los que explicaban ideologías, cuerpos conceptuales, teorías científicas, porque las historias inventadas lo aburrían. Los hay, siempre los ha habido. Aunque se tarden mucho más tiempo en salir de las perchas libreras.

Por todo esto, la inicial conducción de lecturas es indispensable. Esos regalos a los bebés que muerden libros de plástico con ilustraciones para llamar su atención, esas historias inmortales que se escuchan de labios de los padres, esa hora de lectura en las escuelas donde una voz armoniosa y teatral abre senderos imaginativos a las mentes tiernas. Hoy, a los adolescentes que se atragantan con historias de misterio y romance, alguien debería ayudarlos a ver que la literatura sirve mucho más que para un rato de ensoñación. (O)