Hoy termina una semana especial que, particularmente, para los cristianos es, debería ser, una etapa de reflexión. Se conmemora la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, después de tres años dedicados a comunicar la esencia misma del Reino de Dios, recogida en parábolas y a manifestar su naturaleza divina y humana.

La religiosidad de nuestros pueblos pone mucho énfasis en su condena a muerte y muerte de cruz, que era entonces, en el Imperio romano, el castigo que se aplicaba a los esclavos y a los criminales, entre los que se incluía a los rebeldes y sediciosos, de esto último se acusaba a Jesús, pues veían un peligro en su predicación que proclamaba la fraternidad, como lo dice el Padre Nuestro, la verdad como requisito para la libertad de individuos y pueblos, la justicia, la misericordia, el perdón, la paz, ideas que no eran la característica, ni la expresión del poder.

Por todo esto, fue obligado a cargar la cruz, vejado, coronado con espinas, herido con una lanza, clavado en la cruz hasta morir. Pero él había dicho a sus discípulos que resucitaría al tercer día y según el Nuevo Testamento, así fue. Se reunió con sus discípulos, los mandó a predicar la buena nueva y ascendió al cielo, a la diestra de Dios Padre. La resurrección es el triunfo de la vida sobre el pecado y la muerte, la esperanza de la vida eterna y de la construcción del Reino del que Jesús hablaba. Por esto es lo más importante para el mundo cristiano.

Esta semana, tanto por las circunstancias negativas que vive el país como por el ambiente propicio por la fecha, fue una buena oportunidad para preguntarnos si las enseñanzas de Jesús están vivas o han muerto crucificadas día tras día. No solo mueren las personas, los animales y las plantas, también mueren las ideas, los valores, las palabras, los amores, las buenas intenciones, las costumbres, los sueños. ¿Habrán muerto la fraternidad, la justicia, la humildad, la misericordia, el perdón, la verdad, la honestidad, la equidad? Tal como están las cosas entre nosotros, parece que sí y quizás ha llegado el momento de la resurrección. Resucitar significa volver a la vida después de morir, sus sinónimos son revivir, resurgir, renacer.

Según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), en el Ecuador el 74,8 por ciento de la población se autodefine como católica y otro 15,2 por ciento como evangélica, esto quiere decir que algo más de 16 millones de ecuatorianos se identifican como cristianos, entonces ¿será posible que hayamos permitido la muerte o la agonía de las enseñanzas de Jesús?

Los síntomas parecen indicarlo así. Pero existe la resurrección, que no sería solo la de las palabras, sino la de la vivencia del cristianismo como un compromiso de vida, un resurgir, un revivir que muestre al Jesús que vive en cada uno de los seres humanos, como él lo dijo: “Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos, aun los más pequeños, a mí me lo hicisteis”.

Si esos más de 16 millones de ecuatorianos viviéramos nuestra fe, hasta nuestros políticos serían distintos y el país cualitativamente diferente. ¿Resucitamos? (O)