Desde el 24 de febrero de 2022, en que Rusia inició la invasión a Ucrania, se han desplazado alrededor de 10 millones de ucranianos. Seis millones han ido al extranjero y el resto se trasladó a lugares fuera de la zona de conflicto. Europa ha reaccionado acogiéndolos de una manera admirable en disposiciones institucionales. Admirable solo en parte. No hubo el mismo trato para los dos millones de la guerra de Siria, y no se diga del flujo constante de migrantes que llegan del norte de África o de otros países de Europa oriental. Esta actitud selectiva es el problema moral y logístico que debe gestionar una Europa dividida entre su solidaridad hacia quienes consideran pares y la urgencia por solventar un sistema de bienestar que necesita, a gritos, del trabajo realizado por los recurrentes extranjeros vilipendiados.

El escenario es peor en América Latina. La migración venezolana, iniciada discretamente hacia el 2000 se volvió masiva a partir del 2015, especialmente hacia el área andina. Suman casi 6 millones de migrantes venezolanos dispersos en las grandes capitales, la más poblada es Lima, y que si bien han sido acogidos en parte, la historia real es de mucho sufrimiento por parte de los colectivos menos protegidos, sobre todo mujeres, ancianos y niños. Hay otra migración menos evidentes, pero igual de populosa, como la mexicana hacia los Estados Unidos, a donde se dirige el 97 % de los mexicanos, y que genera una cifra peor que la europea para detenidos en la frontera: casi dos millones de personas.

Es necesario referirse a estos datos, porque hoy en día casi el 4 % de la población mundial es migrante. Pero la migración no es un relato en una sola dirección. El migrante es alguien que va y vuelve, no es estático ni lo será. Es lo que está pasando ahora mismo con el caso venezolano, en el que sus migrantes retornan, y luego vuelven a marcharse. Es un ir y venir. Un vaivén.

¿Cuál fue el destino de los sirios? ¿Cuál será el de los ucranianos? ¿Cuál será el de los venezolanos? Ecuador no debe olvidar su permanente vaivén migrante entre Estados Unidos y Europa, y no digamos la migración interna que es la que tiene el relato menos visible, pero no por eso menos importante. Basta levantar el interrogante de un discreto espejo para darse cuenta de que nosotros mismos somos migrantes, o lo han sido nuestros padres. Que lance la primera piedra el que no tiene algo de migrante. Y el que no lo tiene, el que puede alardear de una raigambre de generaciones, debería ser quien ponga la primera piedra sobre la que levantar la pregunta o la sospecha sobre cuánto tiempo más será posible esa fijación, porque el destino de los seres humanos es estar de paso, siempre, al menos durante el tiempo de una vida.

Como los migrantes seguirán creciendo en el futuro, los expertos en derechos humanos exploran caminos que permitan conciliar las legislaciones nacionales con los problemas internacionales, que se puedan encontrar mecanismos que permitan regular, con cierta flexibilidad, las urgencias imprevistas del migrante que va más rápido que las instituciones de sus países. Desde la discrecionalidad de eludir la sanción que imponen ciertas leyes a quienes ayudan a los migrantes hasta la posibilidad de que no sean las instituciones regulares las que ejerzan un control de convencionalidad para que se respeten los derechos humanos del migrante.

Pero las cifras y las leyes, por más urgentes y pragmáticas que sean, por más que se preocupen por los individuos concretos, constituyen un laberinto espeso que termina por ocultar la realidad de las personas de carne y hueso que siguen allí, indefensas. La gran dificultad de generar empatía hacia el migrante es uno de los problemas que debe salir a flote. Pero, ¿cómo explicar a un aborigen que el extraño no debe ser visto con un enemigo, cuando los medios masivos tipifican una nacionalidad o una etnia con atributos determinados, casi siempre negativos? El arte no puede volverse una herramienta propagandística, pero ciertamente que podría ayudar a comprender ese fondo compartido del desarraigo humano, y no solo desde el testimonio y la evidencia puntual, sino desde una reflexión más honda y sostenida que pueda sostenerse en el tiempo. La filósofa María Zambrano, en su breve libro Los bienaventurados, decía que el exiliado es el “devorado por la historia”. Ella misma exiliada, en ese otro caso que provocó la Guerra Civil española, dio voz a una reflexión que tomaba su fuente de la condición de exilio. Hizo la pregunta fundamental en la que deberíamos encontrar una fuente de reflexión: “¿Resultará excesivo este término, “revelación”, aplicado al exilio? Hay ese riesgo cuando el tener algo por revelado se rechaza constantemente”. Zambrano creía que el exilio puede mostrarnos la naturaleza esencial del ser humano: un ser contingente que debe reconocerse en su condición transitoria. Esa transitoriedad es lo permanente. La literatura, desde sus inicios, desde la Ilíada a la Odisea, pasando por la Anábasis de Jenofonte, ha sido un recorrido de exilios. De hecho, los relatos entran en movimiento cuando se rompe una situación estable y hay que resolver lo imprevisto. Quizá un clásico contemporáneo sobre la migración es la novela Los versos satánicos, de Salman Rushdie, donde dos personajes del subcontinente indio son migrantes en Inglaterra. Sus historias representan historias reconocibles: la del migrante que busca mimetizarse y la del que exhibe su diferencia. Rushdie señala que el primero tiene algo de demoniaco, aunque el segundo no es menos destructivo. Y no menor es la historia de migración interna que también ocurre en la novela.

No van a parar los relatos de viajes, de migraciones, de exilios. En ellos se toca el rostro concreto de la antihistoria épica de nuestro tiempo, construida con un tiempo narrativo individual. Conviene saber, sin embargo, que seguimos dando vueltas dentro de las curvas del mismo planeta y no podemos ir más lejos, como diría Hannah Arendt. (O)