Vivimos en la sociedad del espectáculo, donde lo privado se vuelve público en un afán desenfrenado por llamar la atención sin importar si los protagonistas son gente regular de la sociedad civil o artistas, cantantes y actrices, acostumbrados a buscar que se hable de ellos para mantenerse en la palestra. Se vive el todo vale, pero lo inquietante es que adicional a la sobreexposición en redes sociales, se suma la fantochada de las imágenes con filtro. Me cuestiono constantemente si toda esa narrativa exagerada o inventada se basará fundamentalmente en el profundo temor de enfrentarse al espejo, que no tiene filtros y nos grita descarnadamente quiénes somos.

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En consecuencia, actualmente somos testigos de dimes y diretes que se vuelven virales y terminan siendo un mal chiste. Sentimientos y resentimientos convertidos en un meme, camiseta o canción, bajo la bandera del justo desahogo personal, pero ¿qué nos queda? Estamos llenando nuestros vacíos con lo peor de la vida de los demás, o con la vida que quieren que creamos que tienen, pero seguimos con temor de mirarnos sin filtros, sin música de fondo o frases motivadoras de algún escritor, ni la imagen tergiversada gracias a alguna nueva aplicación. Es decir, vernos con nuestras manchas, lunares, arrugas, imperfecciones y defectos que nos vuelven únicos, ¿tendríamos el valor? En este momento parecería que esquivar la realidad a través de mil opciones dentro del teléfono es lo que todos hacemos. Dejar el mundo virtual parece tan complicado como si de una adicción se tratara.

(...) como decía la escritora Helen Keller: “La vida es una aventura atrevida o nada en absoluto”.

De tal forma, parece que somos esclavos del contenido de nuestro teléfono, que usamos para todo, menos para llamar. Elegimos escribir por WhatsApp para comunicarnos con familiares o amigos, pero usamos otras aplicaciones para mensajearnos con gente que esperamos nadie descubra. Le ponemos tiempo de desaparición a ciertos mensajes, usamos emojis para fingir sonrisas o abrazos, ponemos likes por compromiso, subimos contenido que nos haga parecer inteligentes o felices dependiendo de la red social elegida, y cuando se trata de fotos, las llenamos de filtros hasta volver irreconocible nuestro rostro. Estamos escondidos detrás de máscaras. Mentimos y nos mentimos. Vivimos una realidad paralela y falsa. Caminamos apurados por la vida, creyendo que esta será eterna, asumimos que las cosas y la gente que nos rodea estarán para siempre, pero olvidamos que el para siempre no existe.

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Corolario, con los años he aprendido que las casualidades no existen, que una sospecha usualmente se convierte en certeza, que la gente no cambia su esencia, aunque pueda modificar muchas cosas de forma, por experiencias de vida, pero la esencia permanece intacta, aunque fundamentalmente he aprendido que la vida es más bonita cuando se vive con honestidad. Dejar las máscaras, enfrentar nuestros temores y sentirnos orgullosos de la imagen del espejo es básico para darnos tranquilidad, bajar la velocidad en nuestro andar y empezar a disfrutar el camino. Creo que la vida real es mucho más rica que la virtual, como decía la escritora Helen Keller: “La vida es una aventura atrevida o nada en absoluto”. (O)