La abuela Judith Rivadeneira fue una mujer bajita y según ella “insignificante”, pero para mí la mejor contadora de historias y la mejor jardinera y la mejor hacedora de dulces del mundo. Podía oírle contar las mismas y las mismas anécdotas un millón de veces; admirar extasiada su jardín y verla robar plantas con complicidad; o, empacharme con su turrón, sus mermeladas o su dulce de leche. La abuela Judith fue fantástica, aunque muchas veces la encontré con la mano en la pena, como sosteniendo su quijada para que el asombro de la soledad que había empezado a vivir no la tuviera con la boca abierta. La encontraba pensativa, con la mirada fija en ninguna parte, triste y sola hasta los huesos.
Yo no veía una razón para que estuviera así, pero cuando la saludaba con mi habitual ¿Cómo está, abuelita? Ella respondía: Aquííí, hijita, viviendo por no ser soberbia. Hoy que la abuela ya no está y esa soledad inexplicable de la vejez a veces me acoge, yo he adoptado su respuesta, y aunque rara vez la digo en voz alta, siento que vivo por no ser soberbia.
Ser abuela es un privilegio y vivir de la esperanza de los reencuentros es eso: vivir de la esperanza de los reencuentros. Es contar los días y soñar despierto; es adelantarse a los abrazos y repasar los cuentos y las canciones; es tener listo el mejor chocolate, el mejor atún y el mejor café ecuatoriano; es llevar un poquito de todo y un montón de ilusión en la maleta.
Pronto iré al país del norte a visitar a mi nieto #Yoursokiú y siento que a ratos debo sostenerme la quijada para que no se me note la tristeza de los sentimientos encontrados. Estoy feliz de poder ir, de haber sido invitada, de ver a quienes quiero, pero tengo la sensación de que algo terrible puede pasar en este país mientras yo no esté. —¿Crees que pueda haber algo peor?, me dice el Santi en un vano intento por hacerme reflexionar. —Y, sí, tal vez tengas razón, le digo con poca fe.
Lo más grave de mis viajes es siempre el sobrepeso: llevo libros ecuatorianos para lectores norteamericanos. Pero no, no es eso lo que más pesa, es que soy una sensiblera taita pendejadas y llevo la historia (además de mis historias); meto el Pichincha en la maleta, al menos lo poco que de él nos va quedando gracias a los esperpénticos edificios que nos lo tapan; llevo la sal quiteña para el camino, (siempre es bueno reír para no llorar); llevo una brújula para saber volver; y finalmente, mi viejo paracaídas para caer de pie.
La maleta está casi lista y siento que por esta vez va liviana, que la peor parte aún no empaco. Falta todo lo que quisiera olvidar; falta la indignación que me causa leer en los diarios las bajezas entre hermanos; falta el asco que me produce la ambición, sin bandera y sin límite, de la docena de candidatos a alcalde de mi ciudad; falta la impotencia que produce ver maltratar niños, mujeres, hombres, animales, porque la violencia se ha vueltos cotidiana; falta la ira que me ha causado ver cómo algunos medios anuncian con bombos y platillos un suicidio, ¿con qué derecho? Falta, pero esta vez no llevaré, el peso enorme de seguir viviendo por no ser soberbia. (O)