“Verán que Mónica no se salga”, era la permanente cantaleta de mamá. Y es que yo era bien callejera. Desde chiquitita fui pata caliente. Ni mamá, ni la Soledad, ni mi abuela, ni los huasicamas podían controlarme. Al menor descuido yo ya estaba en la tienda amarilla comprando golosinas al fío; en la clínica del Seguro Social, donde papá era director, ayudando a cortar papelitos en la farmacia; en la casa de mi abuela; o en la casa cercana de algún primo. La calle era lo mío. El enorme patio de mi casa me resultaba pequeño y la reja ligeramente entreabierta me invitaba a salir.

Con la vida a cuestas y los años cansados me fui haciendo muy casera. Empecé a disfrutar de la soledad de mi casa. Con la pandemia salió a flote la monja de claustro que no sé desde cuándo ha habitado en mí. El encierro me gustó, me amigó con las paredes blancas, con el perro, con el silencio y conmigo mismo. ¿Qué se le va a hacer? Me encantó. Más allá de las veces que lloré por otros, para mí el encierro resultó muy grato.

El viernes anterior salí, volví a manejar por Quito, volví a hacer los horrendos ejercicios bancarios y de supermercado. Los trámites odiosos que seguro abundan en el infierno. Ese infierno con carrito de compras e indolentes empleados bancarios que de seguro me espera. Ahí fui.

Aquí en confianza les cuento que fui a retirar mi plata secuestrada en un banco cuyo portal no me permite moverla. Una hora y treinta y cinco minutos se demoró el trámite. Una hora y treinta y cinco minutos en los que, con un nudo en la garganta, me maldecía por siempre andar sin plata. Por no haber tenido treinta dólares en la billetera.

Mientras esperaba a que alguien se dignara darme un turno porque, para variar, no había sistema, una mujer rogaba que le entregaran treinta dólares que un familiar le había mandado desde España. La indolente banquera le repetía incesantemente “no puedo, mi señora, no ve que no me refleja”.

—Por Dios, señorita. Son treinta dólares que necesito para una medicina de mijo. Aquí en este papel dice que la plata ya llegó.

—Lo siento, mi señora, no puedo, ¿no ve que no me refleja?

—¡Ladrones, inhumanos! Así es como hacen plata, robándole a una pobre treinta dólares.

Y yo no tuve ese dinero para darle a la mujer. Y yo sentía las lágrimas inútiles agolparse en mi garganta.

No he podido dejar de pensar en la mujer, en su desesperación e impotencia. En la desidia de todos. En lo perverso de este sistema cada día más injusto y más cruel.

¿Cómo es posible que los bancos no tengan un pequeño capital, digamos quinientos dólares, para estas eventualidades? El giro de España, tarde o temprano llegará y se reflejará con la acostumbrada luminosidad que brilla el dinero de los Ricos Mac Patos. Y suponiendo que no llegara, ¿se irá a la bancarrota el banco, su banquero y sus cinco generaciones venideras por unos quinientos dólares para estas contingencias?

Llámenlo caridad cristiana y ofrézcanle a las vírgenes y santos y dioses que los protegen. Aseguren su lugar en el cielo, puesto que en la tierra ya vivieron su paraíso. (O)