La novela histórica tiene seguidores fieles, al punto que en las librerías es posible encontrar una sección específica para este género literario. Como el thriller, la novela policial, la ciencia ficción o la romántica, sus rasgos particulares la identifican: recreación de una época, por lo general más bien remota; informaciones reveladoras y detalladas, basada en una gran investigación, y, finalmente, una trama marcada por un fuerte despliegue épico. De estas novelas se espera un viaje completo hacia el pasado, como ocurre en las novelas medievales de Ken Follett y las romanas de Santiago Posteguillo.

Pero si nos detenemos en esos rasgos, podrían ser intercambiables con otras novelas que también pueden aportar estos atributos, si restamos el sentido de lo épico. La gran diferencia consistiría en que las contemporáneas apuestan por antihéroes, a contrapelo de una idea de personajes reales y famosos. Están preocupadas en mostrarnos con insólita empatía la derrota media de los individuos. De alguna manera, toda novela, aunque lo haga de forma tácita, está situada históricamente. No me sorprendería que de aquí a unos quinientos años, las novelas de Kafka o Beckett, de García Márquez o Elsa Morante, sean perversamente reducidas a documentos históricos del siglo XX.

Me resulta más interesante cuando una novela marcada por la historia, huye de lo que se podría esperar del género. Como si quisiera borrar cualquier pretensión específica como novela histórica y se volcara a plantear un problema literario, estilístico y existencial que supera lo histórico. Este tipo de obras proponen un problema de clasificación, porque aunque evidentemente se las ubique en una sección de novela histórica, sabemos que van mucho más allá. Títulos como Historia de dos ciudades, de Dickens; Los tres mosqueteros, de Dumas; Guerra y paz, de Tolstoi; o latinoamericanas como El siglo de las luces, de Alejo Carpentier; Bomarzo, de Mujica Laínez; Zama, de Di Benedetto; La tejedora de coronas, de Germán Espinosa, o Tríptico de la infamia de Pablo Montoya, son novelas que están circunscritas a una época pero que, ineludiblemente, se escapan de esa dependencia histórica y plantean los conflictos propios de una novela a secas.

Hago esta reflexión porque la última novela del escritor ecuatoriano Carlos Arcos Cabrera, Un día cualquiera, publicada por editorial Planeta y ambientada en el siglo XVI en el proceso de conquista de los territorios americanos, coloca al lector en un territorio ambiguo. Hay una investigación minuciosa. Los protagonistas, Diego y Francisco de Arcos, son dos jóvenes judíos conversos que huyen de la persecución del Santo Oficio. Francisco se marcha a las Indias, recorre ciudades de Centroamérica y termina acompañando a Cortés en la conquista de Tenochtitlán, uno de los momentos más logrados al captar lo inaudito del encuentro con esa magnificencia cultural. Arcos Cabrera ha demostrado con creces su talento para acercarnos al sentido profundo de las mitologías andinas en otras novelas suyas como El invitado, Memorias de Andrés Chiliquinga, El hombre pez y las tablillas de la memoria o Saber lo que es olvido. Ahora lo hace con México, no solo con el rigor del archivo sino por una afectividad que lo enriquece, al haber vivido allí varios años.

Pero lo interesante, como decía, es cuando la novela histórica deja atrás su rastro. Un día cualquiera termina revelando algo distinto a una crónica maravillada sobre el Nuevo Mundo. Termina hablando sobre el terror de la convivencia, la crueldad sin rostro que la voracidad de los hombres inflige a sus coetáneos, la desolación de los perseguidos, el amplio espectro del abandono y el rencor, y una profunda soledad que marca la experiencia. Salvo contados destellos de humanidad (lo fraterno, por ejemplo) o de poesía, de la relevación inmanejable de los sueños y las visiones, esta novela es de una crueldad suprema que se malentendería si se la supone manifiesta. Poco a poco, el novelista acerca al lector a un espectro crítico hacia la humanidad y el balance final se centra en el alivio de los supervivientes. Los hermanos protagonistas superan los noventa años luego de observar y vivir la pesadilla entre los mismos aborígenes americanos y contra ellos, pero también el terror que se vivía en España y el que se viviría en mezquindades y corrupción entre los castellanos y mestizos afincados en las colonias, sobre todo en Quito y Lima. Arcos Cabrera es despiadado: nadie se salva ni puede enarbolar ninguna bandera de bondad o excepción originaria. “No pudimos echar raíces ­–dice Francisco–, y los hijos que tuvimos y las generaciones que nos sucederán tampoco lo lograrán. Y estas tierras, por los siglos de los siglos siempre serán extrañas. Nosotros no echamos raíces; ellos, los que las habitaban antes que nosotros, las perdieron. De nuestra simiente nacieron hijos del viento condenados a un mundo que nació de nuestra violencia y que permanecerá preñado de violencia por los siglos de los siglos”.

El novelista ha buscado distintos flancos para acercarse a entender nuestro tiempo en un panorama amplio. De su novela ambientada a fines del siglo XIX e inicios del XX, como Vientos de agosto, a las que han perfilado las últimas décadas, mencionadas líneas arriba, e incluida ahora esta que se aleja, en apariencia, al siglo XVI, donde encuentra un fundamento todavía vivo, todas responden a lo que la novela siempre busca: que a través de un personaje ficticio se filtre, de manera más pura, una luz lateral que haga posible observar el prisma de la naturaleza humana. Recurrir a la novela histórica es un camino, y mejor cuando la historia está viva al punto que el documento la sustenta, pero para lanzar al aire los corpúsculos que la conforman y en la que hay tanto relatos de poder, relatos oficiales y casi siempre impuestos, así como hombres y mujeres sin nombre a quienes la ficción da voz, y todavía algo más: manifiesta las pasiones y las observaciones secretas del mundo que hacen de un día cualquiera una historia excepcional. (O)