A veces, en los ocasos, miro hacia la cordillera y, en panoramas que alternan montañas con nubarrones, veo una nube blanca, luminosa, y fantaseo con la posibilidad de que sea una cumbre nevada, muy alta, que no había visto antes. Un Cayambe o un Antisana no descubierto. Esta ilusión imposible se me hizo realidad hace poco tiempo: en la geografía musical se me reveló una cima descomunal que no conocía. Mi hermano Roberto, melómano de tomo y lomo, me obsequió tres “discos” virtuales. Dos de ellos contenían piezas de Ralph Vaughan Williams, de quien no solo no había escuchado su música, sino que no recordaba haber oído o leído su nombre. En justificación de mi ignorancia anoto que, en verdad, es poco conocido en Ecuador e incluso en toda América Latina.
Fue un compositor nada chauvinista: la Sinfonía del mar incluye versos de Walt Whitman, el gran poeta yanqui. Aun así, incluso en Estados Unidos se lo ha visto con recelo: Leonard Bernstein admitía no haber dirigido nunca una de sus obras, y Aaron Copland dijo que oír la Quinta sinfonía de Vaughan Williams era como mirar a una vaca durante cuarenta y cinco minutos seguidos. Cuando Roberto me envió el certificado electrónico de la compra del obsequio, obviamente le pregunté quién era este autor; me respondió: “Se dice que es el mejor compositor inglés desde Henry Purcell”. O sea, lo máximo en doscientos años. Para evitar confusiones, les sugiero que esta semana, en la que se cumplen ciento cincuenta años del nacimiento de este músico, escuchen su Fantasía sobre Greensleves y encontrarán cierto aire familiar. Su música no es críptica ni culterana; fluye fresca y transparente, a pesar de que está enriquecida por una poderosa cultura, que incluyó la herencia de la música barroca británica, referencias a la literatura anglosajona, un cuidadoso estudio de melodías folclóricas de su país e influencias de sus contemporáneos, sobre todo del francés Maurice Ravel, de quien fue discípulo y que lo apartó de la entonces dominante tendencia germanista.
Nacido en el condado inglés de Gloucestershire, cerca de Gales y de ascendencia galesa, su abuelo y su bisabuelo fueron ennoblecidos. Era pariente cercano de Charles Darwin. Vivió en ambientes intelectualizados: su primera esposa era prima de Virginia Woolf; fue muy amigo del filósofo Bertrand Russell y del también compositor Gustav Holst. Alguien así debía ser un gran patriota inglés. A pesar de ya no tener la edad para ser alistado obligatoriamente, fue camillero voluntario en la Primera Guerra Mundial. Esta experiencia lo marcó, y el ruido de cercanas explosiones le provocaría más tarde una penosa sordera. La corta pieza La alondra se eleva tal vez sea más representativa de este impacto. Agnóstico y liberal, su vida y su abundosa obra estuvieron cargadas de valores, originalidad y creatividad. Ya era un hombre maduro cuando se produjo la expansión del cine, pero no desdeñó escribir música para películas, entre ellas Scott de la Antártida, cuya banda engendraría la Sinfonía antártica. Esta fue uno de los magistrales trabajos producidos en la fecunda última década de su vida, que se extinguió en 1958. (O)