El mundo cristiano se fundamenta en la sabiduría de las enseñanzas de Jesús. La pureza de sus ideas es deslumbrante. Muchos pueblos han sido inspirados por esos textos sagrados, tan conocidos por nosotros. Todos, incluida la pompa eclesial, si bien se declaran reconocedores del valor de esa palabra, la asumen desde una perspectiva que la coloca en un plano secundario frente a otros elementos materiales.
El discurso cristiano propone una perspectiva espiritual de la vida y pide a la gente adhesión al mismo por tratarse, desde sus convicciones, del camino correcto tanto individual como colectivo para la sostenibilidad, no solamente ultraterrena, sino concreta y material, aquí y ahora. Es una doctrina pragmática que prioriza lo espiritual sobre lo material.
El mensaje de Jesús, y también el de otras doctrinas religiosas, representa una propuesta que no está atada solamente a la vida después de la muerte, sino a un presente objetivo que quiere ser sostenible. Se opone a otras perspectivas, también humanas, inspiradas por la búsqueda y el mantenimiento del poder en sus diferentes expresiones, que han sido y son las que predominantemente han impulsado a la humanidad.
Muchos han considerado a la palabra y a la vida de Jesús como el camino y el ejemplo por seguir. Lo hizo, radicalmente, Francisco de Asís. También el papa argentino que acaba de fallecer y que tomó el nombre de quien lo inspiró. Esa interpretación correcta le valió al papa Francisco el escarnio y el insulto provenientes de muchos lugares y de mucha gente. De la propia burocracia vaticana y de la política de su país, la Argentina. Milei lo agredió alevemente y Francisco, consecuente con su fe, cuando el presidente argentino le pidió perdón, se lo concedió sin ningún reparo.
Los resultados de la supremacía de los factores relacionados con el poder están presentes, son visibles y sus consecuencias también son previsibles. El modelo civilizatorio imperante, forjado a lo largo de la historia planetaria, provoca incertidumbre y miedo frente a un futuro de destrucción y extinción, hasta el punto de que muchos asumen que esa posibilidad es ya una certeza y por eso buscan opciones de continuidad de la vida humana en otros lugares, más allá de la Tierra.
Los criterios filosóficos y religiosos que aconsejan que para proteger la vida y hacerla sostenible es necesario buscar la justicia, la equidad, ser solidarios y amar al prójimo, son referentes menores para el poder planetario que ha apostado todas sus fichas al desarrollo de la ciencia y a la defensa de la continuidad de un modelo destinado a su implosión.
En las vidas individuales y familiares de mucha gente, en algún momento, la espiritualidad cristiana u otra puede imponerse, porque esos padres de familia y miembros de esos núcleos humanos, saben que así van a ser sostenibles como personas y como grupos. Sin embargo, esa consciencia particular no se replica en las prácticas sociales de la humanidad que, dramáticamente, no puede incorporar –en la medida necesaria– a ninguno de los principios cristianos, pues si lo hiciera, la realidad sería diferente y tendríamos esperanzas ciertas de un futuro mejor para todos. (O)