Llevamos más de un siglo ubicando el viaje por placer en la lista de las grandes diversiones de la vida. Era diferente en la Europa del siglo XIX cuando los jóvenes bien situados recorrían los países como parte de su educación y hasta probaban los deleites de los goces escondidos. Es bien sabido que el escritor Gustav Flaubert se contagió de sífilis en su periplo por Oriente y sufrió sus consecuencias a lo largo de su vida, pero también que su novela Salambó (1862) surgió de esas exploraciones culturales.

La multiplicación del transporte y la conquista de los cielos introdujeron rapidez. Los largos trayectos por vía marítima –esos viajes para los cuales la famosa familia Ocampo, la de las hermanas Victoria y Silvina, llevaba su propia vaca de tal manera que las niñas bebieran leche fresca– fueron remplazados por los vuelos en aeroplanos que ganaron en tamaño y seguridad. Se nos hizo natural “tomar el avión”, y los ecuatorianos hicimos en 35 minutos el desplazamiento a la capital que en el pasado significaba horas y antes, días de la vida.

Ampliar el horizonte de lo conocido siempre será una buena meta. Recuerdo las clases de Geografía con un mapa sobre el pizarrón y con los libros de texto, cuyos títulos eran una invitación: Viajemos por América y Viajemos por el mundo. Desde entonces se hacía ejercicio mental del avanzar por territorios desconocidos, aunando paisaje, civilización y cultura. Alguna vez llegaría la oportunidad y las personas de clase media, esas que sumábamos sueños, nos lo decíamos. Con el tiempo se fue haciendo más fácil viajar –las compras a crédito, la capacidad de ahorrar, los familiares migrantes– y el asomarse al mundo fue ganando puesto en los planes personales.

No sé desde cuándo se puede hablar de la industria turística. Lo cierto es que todo lo concerniente a los viajes de recreación se aglutinó en iniciativas comerciales y se produjo una explosión de intercambios. Se generaron simultáneamente riqueza y destrucción. Venecia, por ejemplo, dejó de ser la perla del Adriático, o por serlo, se convirtió en una ciudad arrasada por los visitantes, que fue expulsando a los nativos para convertirse en una localidad de precios astronómicos y crisol de lenguas. En casos como ese –Grecia y su venerable antigüedad, Egipto y sus pirámides– el turista es esa persona que quiere ver, experimentar, probar, hoy fotografiar y poner en Instagram las huellas de su paso.

¿El turista quiere comprender, adentrarse en una comunidad, descubrir algo más que imágenes?

Cualquiera me dirá: el verbo no da para tanto. Está recogido en el Diccionario y significa “viajar por placer, visitando varios lugares en poco tiempo”. O el lector podría replicarme también: el turismo debe empezar por casa e instarme a subir y bajar por el Ecuador, así como a cruzarlo a lo ancho para que sus realidades dejen de ser datos de libros o informativos de televisión. Nadie podría negar los encantos de moverse sobre el planeta, desde los puntos más cercanos hasta los más distantes, aunque tuviera que pasarse por el engorro de los aeropuertos y las aduanas. Hasta hace poco el mundo era ancho, pero no ajeno. Estaba al alcance. Hoy, con todo dificultado por la pandemia, me doy cuenta de que este barbotar de palabras es expresión de una necesidad tristemente postergada. Muchos hemos vuelto a soñar como única salida. (O)