El incremento de la violencia, como resultado de la pandemia, se está estudiando en el mundo. Es obvio, además, que en el contexto del Ecuador, ese recrudecimiento está asociado a una crisis de seguridad a gran escala, que incluye, no sólo el aumento desmesurado del poder del narcotráfico, sino también una crisis social y económica de complejas características. No quiero, sin embargo, hablar de esa violencia, porque son otras las voces que tienen mayor conocimiento y que han investigado esa grave problemática. Quiero hablar, más bien, de la violencia que llevamos dentro y que se expresa en el día a día.

Una de las más espeluznantes, es la violencia contra el peatón. Es incoherente e incomprensible que nos indignemos por los graves actos de violencia, que vienen de las organizaciones criminales, y seamos capaces de violentar permanentemente y sin escrúpulos a quien camina por las calles de nuestras ciudades. En el Ecuador, tener automóvil o al menos ser conductor, parecería que es una cuestión de estatus y de impunidad. Hay una lucha por demostrar quién es el que lo tiene más grande. Y mientras más grande el auto, más impune es el que lo lanza contra el insignificante ser humano que atraviesa, temeroso, el paso cebra, o el que tiene un carro más pequeño y, por ende, puede ser aplastado por el grande.

Entre violentos, desde siempre, la medalla de oro se llevan los conductores de buses y taxis. Son incorregibles. Una anécdota reciente: mientras cruzaba por el paso cebra de la Simón Bolívar, por el redondel del ciclista, un bus del servicio de transporte público se detuvo en el paso cebra, impidiendo el paso a los peatones, frente a 4 agentes metropolitanos. Preferí llamar la atención de los agentes, porque los conductores de buses suelen ser sordos a los reclamos, y me respondieron: ¡Siga, siga! En respuesta también alcé el tono de voz y les recordé que su única misión es velar por el cumplimiento de la Ley, y no lo hacen. De nada sirvió, sólo para que los gritos ganen terreno al diálogo respetuoso.

Me parece que la misma semana, alguien denunció en Twitter que un peatón intentaba cruzar la calle por un paso cebra del redondel de la Plaza Artigas, uno de los sitios más peligrosos para peatones en todo el país, y casi fue atropellado. El peatón, indignado, dio un golpe en el capo del auto. El conductor de este vehículo se bajó con un fierro para golpear al peatón. En el hilo que se abrió en esa red social, varias personas comentaron una enorme cantidad de experiencias similares. Y quedó claro que los conductores de Quito, que en su delirio acomplejado se creen dueños de las calles, violentan tanto al peatón como al ciclista y al conductor de scooter eléctrico. Y todos los días, algún supuesto propietario del espacio público invade con su carro las ciclovías, siempre impunemente, muchas veces frente a los ojos de los agentes de tránsito.

Toda esta dinámica da cuenta de la descomposición del Estado en todos los frentes. Tanto el Gobierno central como el Municipio han sido incapaces de lograr que se respeten las normas legales y los derechos, peor aún de generar e implementar políticas públicas que viabilicen un transporte público de calidad, desincentivando el uso del automóvil particular. Necesitamos desesperadamente alternativas de transporte seguras, que para algunos podrían y deberían ser las ciclovías, si no viviríamos en esta escalada de violencia e inseguridad, con la diferencia de que la violencia viene de gran parte de nosotros, los usuarios de las calles, y no de la delincuencia. Es indispensable lograrlo. Y es urgente salir de esta desgraciada Ley del más fuerte, en donde la violenta ecuatorianidad busca, desde la vulgar sinrazón, demostrar una supuesta potencia, poder o estatus, violentando al que no tiene carro. En el Ecuador, en Quito especialmente, no existe Estado de Derecho, peor uno Constitucional de Derechos y Justicia. Es hipócrita que las autoridades ofrezcan enfrentar y vencer al crimen organizado, cuando son incapaces de lo menos, que es lograr el respeto al peatón. Y los ciudadanos de a pie debemos dejar de reproducir la violencia, como lo hacemos, todos los días en las calles, sin discriminación, sin el más mínimo sentido de humanidad. (O)