Casi cuarto de siglo luego de su publicación en inglés ha llegado a mis manos El vendedor de sueños, la novela del escritor neoyorquino Ernesto Quiñónez. Digo neoyorquino para decir: del mundo. Ya que nació en el Ecuador, pero pertenece, sobre todo, al territorio de la lengua de los migrantes latinos en la Gran Manzana. Y quizá el origen esencial de Quiñónez y su lengua sea la isla de la que viene su madre. Hablo de Puerto Rico, con toda su complejidad colonial y su poderosa manifestación cultural.

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Quiñónez ha escrito una de las grandes y maravillosas novelas sobre Nueva York. Es más, ha escrito una novela a la altura de una metrópoli universal, ya inmortal en la literatura. El vendedor de sueños, o Bodega Dreams en su título original, habla de los conflictos de una ciudad, en un tiempo determinado, con una solvencia creativa que evoca a la de Francis Scott Fitzgerald. De hecho, Bodega, en cuanto a personaje, guarda una lúcida relación con Jay Gatsby, el protagonista de la clásica El gran Gatsby a la que, me parece, Quiñónez le rinde un sentido homenaje.

Se podría decir que El vendedor de sueños es una novela sobre la invención de un lenguaje. Como Roma o Constantinopla, la historia de Nueva York es, fundamentalmente, la de quienes desde los márgenes del mundo soñaron con alcanzarla. Por eso el mundo de Quiñónez es El Barrio, también llamado East Harlem o Spanish Harlem, la zona de Manhattan que fue principalmente poblada por migrantes italianos desde finales del siglo XIX y que en el siglo XX, con todas sus diásporas, se pobló de latinoamericanos, especialmente de origen puertorriqueño.

Tal vez la lengua del Ecuador perviva en la escritura de este autor, precisamente como una ausencia...

En esa zona, además, se produjo el estallido de la salsa. Por sus bares pasaron los míticos músicos de la Fania All-Stars y otras voces históricas, creadoras de la magia que a miles de migrantes les hizo olvidar la precariedad de su vida para dejarlo todo al ritmo del baile, como quien llora en una ceremonia pagana que lo redime. Nadie que no sea consciente de esta historia heroica podría comprender el sentido metafísico de la salsa, que en Nueva York alcanzó su punto más alto. Quiñónez, por supuesto, lo sabe y en su novela lo confirma.

Quizá ahora, cuando la euforia de la raza y la clase social obsesiona a la academia, la novela de Quiñónez pueda ser entendida como precursora estética de buena parte de la literatura contemporánea, particularmente la latinoamericana, que hoy también se escribe en los Estados Unidos. Pero en Quiñónez pervive una lucidez que se anticipa a cualquier moda: arriba a la historia de los Young Lords y entiende que, más allá de la subalternidad que envuelve a la población migrante, existe la posibilidad de ganarle al imperio su propio juego y la propiedad de su cancha.

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Pienso que no es extraño que el Ecuador olvide a sus hijos. Sin embargo, leer esta novela, traducida al español por Edmundo Paz Soldán, me ha provocado la alegría de tener el mismo origen territorial de Ernesto Quiñónez. Tal vez la lengua del Ecuador perviva en la escritura de este autor, precisamente como una ausencia, una relación prematuramente rota, o un dato que ya casi todos han olvidado. (O)