Cada vez que se realiza una elección, en cualquier lugar del mundo, se agita el avispero de expertos y profanos que debaten sobre las causas que llevaron al resultado final. En los pocos días que han pasado desde el triunfo de Donald Trump en la contienda presidencial norteamericana no solo se ha encendido el debate, sino que ha alcanzado una dimensión casi similar a las exageraciones que llenaron los discursos del candidato a lo largo de la campaña. La razón es que no se esperaba una diferencia significativa de votos entre las dos candidaturas y se suponía que el desenlace se produciría en el colegio electoral (ese remanente predemocrático que mantiene el sistema norteamericano). El triunfo de Trump en ambas instancias, algo que se consideraba poco probable, fue lo primero que alimentó la búsqueda de explicaciones. A esto se sumó la información sobre las características de una proporción significativa de sus votantes que, por lógica y por experiencias previas, se suponía que se inclinarían por la candidata demócrata.
En efecto, se preveía que en los estados con altas proporciones de población negra e hispana (o latina) la votación directa se inclinaría hacia las ofertas de Kamala Harris, no solo porque proponía avances en las libertades y plena igualdad en los derechos, sino porque la campaña de Trump destilaba racismo y xenofobia. El desentierro de la vieja ideología WASP (blanco-anglosajón-protestante) parecía el peor instrumento de campaña. Pero, la realidad se encargó de demostrar que, debajo de los mensajes, en lo profundo de las motivaciones de los votantes pesaban más otros asuntos. Estos asuntos no fueron vistos por la mayoría de los analistas y tampoco, por supuesto, por los estrategas de Harris.
Más allá de los efectos que pueda tener para las condiciones de vida de la población norteamericana y para la geopolítica mundial (que, más allá de afectos y desafectos, deben ser materia de análisis serio y detenido), la elección de Trump pone nuevamente sobre la mesa el debate sobre el comportamiento de los electores. Desde hace varias décadas se ha mantenido la teoría del “votante racional”, que considera que las personas votan en función de sus intereses, lo que significaría que apoyan políticas que las van a beneficiar o, por lo menos, que no las van a perjudicar. La pregunta es si ese principio podrá aplicarse para los grupos mencionados antes, que influyeron significativamente en el resultado.
Algunas pistas para encontrar la respuesta se encuentran en textos como los de Donald Green y Ian Shapiro (desde la ciencia política) o el de Bryan Caplan (desde la economía) que ponen en cuestión aquel principio. En el libro El mito del votante racional, este último autor sostiene que en los votantes predominan sesgos que les impiden valorar los efectos de las políticas que aplicarán los candidatos a los que dan sus votos. Entre los sesgos destaca la posición que cuestiona al mercado como favorable a la apertura de oportunidades, el rechazo a lo extranjero y a los extranjeros, la creencia en la capacidad ilimitada de creación de empleo y la visión pesimista de los avances económicos y sociales. Aunque su libro es de 2007, ofrece una foto de una buena parte de los votantes de Trump. Ironías de la vida: el autor es un ultraliberal que pudo haber estado en la campaña del magnate. (O)