Seguramente sobraban argumentos para que nuestros próceres decidieran aquella madrugada de Agosto de 1809 revelarse sobre el poder español. La independencia de Norteamérica y la Revolución Francesa inspiraban impulsos revolucionarios. Conveniencias económicas y políticas –como siempre pasa– eran también motivaciones intensas para la inevitable emancipación de las colonias españolas en América. Pero sin duda había un motivo más simbólico que todo el resto de fundamentos. Muchos de los habitantes de las colonias que habían nacido en esas tierras con certeza ya no se sentían identificados con España. Era una tierra lejana que pocos de ellos conocían. Es difícil querer e imposible serle fiel a un Rey y a un país que no conoces. Los locales con seguridad buscaban una identidad propia. Deben haber estado hartos de ser una colonia de España, como cuando un hermano menor se cansa que no recuerden su nombre y lo refieran siempre por su hermano mayor. Estaban sedientos de tener un nombre propio. Seguro se sentían más cercanos en afecto a nombres como Quito o como Guayaquil que al mismo nombre de España. También en Agosto, pero ahora el 14, de 1830, y luego del fracaso de la Gran Colombia, finalmente se constituyó nuestra república y se formalizó ante el mundo el nombre de Ecuador. Han pasado 180 años desde que logramos convertirnos en un país con nombre y gentilicio propios y, sin embargo, aún nos falta mucho por hacer en temas de identidad. Creo que aún hay demasiados ecuatorianos que no se sienten orgullosos de serlo. Aún hay muchos ecuatorianos descendientes de ecuatorianos que hubieran preferido ser argentinos, españoles, o más descabellado aún: gringos. Cuando pasan pocos meses fuera de su tierra adoptan en el extranjero sus acentos, sus palabras, y sus costumbres con un descaro que decepciona. Nuestros próceres estuvieran devastados. Duele ver cómo centenares de ecuatorianos se pintan los colores de una bandera Argentina o de España en la cara para ver un simple partido de fútbol del Mundial. Y pintan a sus hijos igual transmitiendo una indolencia que ni siquiera notan. Dudo que argentinos, mexicanos o gringos alguna vez se llegasen a pintar masivamente banderas ajenas en sus caras, aun si su país no hubiera clasificado al Mundial. Seguramente tuvieran un equipo preferido, alguien por quien hinchar, pero no creo que tienen la sangre para dibujarse en su cuerpo una bandera que no les pertenece. Un emblema con el cual no tienen ningún vínculo. Esa bandera no significa nada para ellos, ni ellos significan nada para esa bandera. Acá en cambio durante el Mundial las banderas de otros países flameaban en los teléfonos, en las computadoras, y hasta las vendían en las calles como queriendo vender nacionalidades a la carta. Nuestros libertadores estuvieran desolados de vernos.

Somos herederos de un descuido imperdonable, pero que estamos aún a tiempo de corregir. Sabemos que nuestro país tiene falencias, pero no dejemos que ellas nos cohíban. El futuro está en nuestros hijos. Enseñémosle a ellos a honrar nuestros símbolos. No permitamos que vivan la vida con desidia y sin compromisos hacia las cosas que los rodean. Cultivemos su cariño por sus barrios, por el establecimiento educativo al que asisten, que defiendan a su colegio, y que se enamoren de su universidad. Si son deportistas que compitan por algún club de su misma ciudad, si son hinchas que lo sean del equipo de fútbol de su ciudad. Pequeños compromisos hacen una gran nación. Sembremos identidad por lo que somos en cada paso que damos. Luego de algunas generaciones cosecharemos cultura, progreso y orgullo. Que no pasen 180 años más.