La relación entre política y comunicación es intensa pero sobre todo recíproca, es decir, que se torna prácticamente imposible separar los procesos políticos de los procesos comunicacionales, en especial si intentamos detenernos y reflexionar sobre la cultura política que hemos construido y la que tanto los medios de comunicación como las instituciones políticas, así como los individuos o ciudadanos alimentan permanentemente. La constante y necia intención de tratar el ámbito de la cultura política separada de los medios de comunicación es tan inerte como la intención de conquistar o dominar la opinión pública. La idea que nos vamos formando frente a la política, a lo que somos políticamente (como ciudadanos, como gobernantes o incluso como opositores) no se resuelve desde un hecho en particular, desde una mirada unidireccional de los acontecimientos, sino que es una compleja telaraña de mensajes, pero también de experiencias y reflexiones que vamos construyendo permanentemente.

Dada la relación bidireccional entre medios de comunicación y procesos políticos, es que la batalla por conquistar la opinión pública se torna feroz cuando dichos ámbitos se tensionan y polarizan. La opinión pública (ese otro ámbito que le pertenece a todos y a nadie en particular y que es producto, entre otros factores, de la relación medios/política) suele ejercer una fuerte presión sobre los gobiernos, sobre todo en aquellos que viven de eternas elecciones, consultas y encuestas, de ahí que aparezcan estrategias variadas y muchas veces altamente peligrosas para los mismos procesos políticos (sobre todo si intentamos vivir en democracia) como la desinformación, la propaganda intensiva, las verdades a medias (mentiras finalmente), la represión, la ideologización editorial, etcétera. Todas estas son formas de intentar sutil o groseramente de dominar la opinión pública. Son intentos fallidos por domesticar la opinión, creyendo que lectores, como usted, se pueden influenciar a punta de descréditos, malas informaciones, insultos o persecuciones a periodistas.

Cabe preguntarse también cómo se coloca la discusión pública en un nivel que permita efectivamente expresar las ideas (generar opinión pública), por sobre las viscerales reacciones. Aquí la responsabilidad no es solo de los medios de comunicación, es de quienes deben, por obligación frente a una Constitución que protege la libertad de expresión, velar por el espacio y la tolerancia para dar cabida a todas las posturas posibles (le guste o no el tono utilizado). Es quizás lo que otras culturas políticas como la estadounidense cuidan y promueven, de ahí que las historias de Los Simpsons o las opiniones de los comediantes no sean una amenaza o insulto para el presidente de turno, sino una práctica valorada en el interior de una democracia que promueve el conocer otras posturas por sobre el mero tono de dichas ideas (sean opiniones, denuncias, comentarios o informaciones).

La libertad de opinar, expresarse, publicar, no pasa solo por el acto de quienes escribimos o nos publican (ahí no radica toda la libertad), pasa esencialmente por quienes inspiran nuestras ideas: los lectores, los ciudadanos que buscan informarse, que libremente optan por comprar o no un diario, porque valoran más allá del formato impreso o digital, las ideas, las posturas (otras posturas). No hay que desconocer que quien tiene la última palabra es esencialmente el ciudadano lector cuya conciencia y opinión no se compran.