Enojo con la clase política, necesidad de visibilizar causas específicas, malestar generalizado, etc. Estas son solo algunas de las razones por las que hoy la ciudadanía marcha y se hace sentir y escuchar. Basta ver cómo causas como el Yasuní en Ecuador o la educación en Chile son capaces de movilizar a miles, presionando cada vez más a quienes gobiernan. Surge entonces la duda de cuán legítima puede ser la presión que se ejerce desde la “calle” como para imponer sus propias prioridades y necesidades.

Es en este juego de presiones e intereses en el que los populismos se juegan el verdadero partido, ya que para muchos gobernantes les resulta incómodo escuchar a quienes desde el otro lado de la vereda marchan o se hacen escuchar con tal fuerza. ¿Puede un número significativo de firmas o personas marchando ser lo suficientemente representativo como para imponer el cambio de una Constitución o llamar a una consulta popular para resolver una situación compleja mayor?, ¿cuánto de la agenda de política de un país se debe definir desde aquello que surge por fuera de los mecanismos tradicionales de representatividad? (me refiero a las asambleas, congresos, etc.). ¿Dónde está el límite entre el derecho a ser escuchado y la imposición de causas? El desafío está entonces en ser consecuentes al momento de gobernar (hacer lo que se prometió) y, asimismo, no atrincherarse ni encapsularse, sino extender los puentes posibles para un mayor entendimiento.

Las marchas por lo general se activan y desactivan en torno a conflictos que la sociedad requiere encauzar y que por la vía de la representatividad política parecieran llegar a un punto ciego. Sin embargo, también se pueden dar situaciones en las que el conflicto no es lo que moviliza. La denominada “madre de todas las marchas”, que pretendía convocar a organizaciones sociales claves, no fue una marcha contra el gobierno de la presidenta Bachelet, sino a favor de ciertos puntos que se aspira a incorporar en los ejes programáticos de su actual gobierno. La astucia de Bachelet estuvo en responderle a la marcha, no desconociéndola o cuestionándola, mucho menos prohibiéndole realizarse, sino invitándola a ser parte del apoyo que necesitan las reformas que ella lidera. Sin duda este fue un primer triunfo al lograr situar en el colectivo chileno que las marchas y el gobierno no necesariamente deben chocar. De cierta forma el capital político de la presidenta se puso a disposición del movimiento y el viceversa, logrando así un impacto menor en términos de la movilización, pero sí uno importantísimo en términos de logro para el actual gobierno.

El delicado equilibrio que los gobiernos deben mantener frente a la ciudadanía cada vez más activa, demandante y empoderada (que por lo demás es lo que supuestamente cualquier gobierno que se dice ser democrático busca lograr entre los ciudadanos), requiere no solo de una muñeca política capaz de girar el timón a favor de sus propias intenciones (como bien lo acaba de hacer Bachelet), sino que además necesita de saber escuchar las demandas y encauzarlas para que no sean las únicas que se toman la agenda política, poniendo en peligro la toma de decisiones consensuadas, menos populistas y que respondan a prioridades que muchas veces son menos visibles, pero igual de fundamentales y claves para el desarrollo de las naciones.