Le preguntaron a un hincha ciego del Chelsea: “¿Qué elegirías? ¿Recuperar la vista o que el Chelsea gane la Copa?”. Respondió al toque: “¿Cuál de las copas?”. El hincha es el único estamento del universo fútbol que no cobra por estar, paga. Y el único que no es consultado en absoluto. Para él, el homenaje de estas líneas. Antes que las tácticas, mucho antes que los periodistas deportivos y los entrenadores, desde luego primero que la televisión y el negocio nació la pasión por el fútbol. Está junto al juego desde que el juego empezó.

En el mismo instante en que se formaron dos bandos para confrontar con una pelota de por medio, ya hubo hinchas de un lado y del otro. De modo que hagamos una reverencia al personaje que, junto con el futbolista, representa la casta más antigua de esta cultura: el hincha. Un dirigente argentino, en rigor el creador e impulsor del mal llamado FIFAgate (es Cobmebolgate), quien murió inmensamente rico y sin ir ni una hora preso, tenía el hábito de decir, de modo despectivo: “Vos actuás como hincha”. En su intención de menoscabar, alababa. Probablemente sea el máximo elogio que este cronista haya recibido. No hay condición más noble. En cambio, Gianni Infantino lo contradijo: “Debemos ser más hinchas y menos políticos”. Tal vez su frase más feliz.

Todos los periodistas son hinchas de un club, tuvieron una infancia y se aficionaron al fútbol justamente por ir a una cancha y seguir a un equipo. El tema es saber despojarse de ese sentimiento a la hora de opinar y hacerlo con ecuanimidad. Después de tantos años de estar en esta cuerda del periodismo, tengo un orgullo invicto: sigo siendo tan amante de mi club como el primer día. Es decir, tan hincha del fútbol como puedo serlo. Con rubor, debo confesarlo: es posible que ni como esposo ni como padre ni como hijo ni como ciudadano ni como periodista haya tenido la nobleza que sí he observado en mi carácter de hincha. En ello mi foja es inmaculada: nunca un doblez, jamás un renuncio, broncas pasajeras, amor eterno. Y siempre pagando puntualmente la cuota social y la platea que espaciadamente utilizo.

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Los periodistas son hinchas de un club, tuvieron infancia.

El 10 de noviembre de 1963 asistí por primera vez a la cancha de Independiente, un estadio viejo y feo que para mí era un templo. Entré a un mundo fascinante que desde esa tarde me atrapó por completo. Al volver a casa mi mamá nos preguntó: “¿Y... cómo les fue?”. Ganamos 2 a 1, dije, ensoberbecido. Ya era hincha. Y todo lo que había hecho en el estadio era juntar tapitas de Coca Cola, mirar los carteles publicitarios, ver por primera vez de cerca la multitud. Cuando salí de El Gráfico, durante un tiempo redescubrí el domingo y la incomparable sensación de ir al estadio nuevamente como aficionado. Fue como el preso que reconquista la libertad: cuando sale de la cárcel, mira el cielo, da tres pasos, se para, cierra los ojos y respira profundo. Uno tiene la satisfacción inmensa de ser hincha de fútbol (también “del” fútbol; son tópicos diferentes). Naturalmente, el hincha dice barbaridades futbolísticas. Algunos van a insultar, otros entienden muy poco. Pero es absolutamente lógico: es un consumidor, compra el producto y lo bebe o lo come aunque no sabe con certeza de qué está hecho ni cómo. Por otra parte, no le sirve de mucho saberlo. Es el único estamento que no es consultado para nada. Nadie le pregunta si está de acuerdo con el precio de las entradas ni con el entrenador que contrataron (con su plata) ni con el número 9 ni con el horario de los partidos. El socio de cualquier club que desea un cambio en su institución tiene dos caminos: comprar el paquete accionario en el caso de los privados o formar una agrupación y ganar las elecciones en una sociedad civil. Es muy complicado.

El hincha dice barbaridades futbolísticas.

Los hinchas no funden clubes. Todo lo bueno que hace un dirigente de fútbol es por el hincha que lleva adentro. Lo demás lo perpetra el individuo contaminado, el hombre de negocios, el sujeto inescrupuloso que habita en él. Siempre queda la ilusión, desde luego. La esperanza de que un hincha de verdad, esto es un individuo a corazón abierto, se haga cargo de nuestro club y nos permita soñar y ser futbolísticamente felices. Se ha escrito centenares de veces que un hombre cambia de profesión, de diario (que no es fácil), de mujer, de religión, de país y hasta de sexo. Lo que no cambia es su club de fútbol. Eso se va con él hasta el otro mundo.

No se ha dicho, sin embargo, que el secreto estriba en que el del fútbol es un amor de amianto, inoxidable, irrompible e inmarchitable. Conserva su juventud, lozanía y ardor para toda la vida. El destino –paradójico y burlón- designó a los ingleses, justo esos flemáticos sujetos, para inventar semejante pasión. Es posible ver jugar muy mal al equipo querido; incluso verlo perder domingo tras domingo; y es lógico que el corazón afloje. Pero llega el partido siguiente y el mero suceso de ver brotar del túnel la camiseta amada nos hace olvidar todo lo anterior. Reaparecen, flamantes, la ilusión, la verde esperanza, el amor incondicional, el orgullo pleno. Sucede que en apenas un instante –medido en segundos– nos atropella el pasado, lo que somos. Se nos vienen encima la niñez, las raíces, el viejo, los amigos, el barrio, el sentido de pertenencia. Toda la gloria centenaria resumida en esa salida al campo. Toda la historia personal compactada en un filme de 30 segundos; el ayer restaurando mágicamente el hoy, maquillándolo hasta dejarlo hermoso. El tiempo ido devolviendo la fe, reavivando la llama votiva.

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Es el insondable misterio del hincha y su club. (O)