Sin conocerlo, nadie lo hubiera elegido para número 9. Era rechoncho y no muy alto. Gordito, le decían. Pero sus piernas eran dos árboles. Su colocación, su velocidad mental y sobre todo sus cuádriceps de acero fueron determinantes para el fútbol alemán. Cuando él clavaba la zurda en el suelo para darle espacio al derechazo, contra esa estaca podía chocar un pueblo: no la movería un centímetro. Y con la diestra facturaba. ¡Sesenta y cuatro centímetros de cuádriceps le midieron los médicos…! Solo con eso ya podía ser futbolista. Sin embargo, tenía mucho más… Un instinto casi animal para el gol, la fuerza y el carácter indomable de un jabalí. Así defendía la pelota. Luego giraba y pum, adentro…