Mi amigo Teodoro Vargas León nació el 31 de agosto de 1938 en el recinto Carretones del cantón Salitre, donde aún sigue viviendo, pero hoy solo, solito, en su casita de caña guadúa y rodeado de agua en el invierno por ser una zona montuvia muy baja y de cultivos de arroz en el verano.

Cuenta don Teodoro que a sus casi 84 años y en medio de la pobreza ha sido un hombre feliz y un orgulloso montuvio que conserva las tradiciones y costumbres de esta cultura maravillosa.

Desde muy joven y por medio de la tradición oral de su abuelo aprendió a amorfinear de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta, y eso le ganó la admiración de las mujeres, por lo que ha tenido durante su vida cuatro señoras ‘a cargo’ y otras tres en ‘romances trajinados’, pero ya todas han fallecido y le quedan seis hijos de tres compromisos diferentes a los que ve de repente, ya que todos se fueron de Carretones porque de allí hay que salir en canoa.

Teodoro Vargas León, amorfinero montuvio de la región de Salitre. Foto: Cortesía

Teodoro es un amorfinero repentista, lo que quiere decir que los versos y poemas brotan improvisadamente de su mente y los suelta como catarata con un énfasis que emociona y alegra al máximo, como pasó hace unos días en el famoso rodeo montuvio de la hacienda Pijío de la parroquia Vernaza, en Salitre.

Su segunda pasión ha sido la de ser torero de todos los rodeos montuvios de la zona, pero aclara que más que torear lo que ha hecho siempre es vaquear en los rodeos, o sea, torear vacas, lo cual es, según él, mucho más difícil, ya que dice que el toro busca la capa roja para atacar, pero la vaca se te avienta al cuerpo, mirándote a los ojos y sin importarle la capa roja, por eso casi muere hace 50 años de una cornada de una vaca brava cebú en el rodeo de Samborondón.

En la famosa feria taurina de Quito conoció y conversó con Manuel Benites, el Cordobés, y con Santiago Martínez, el Viti, quienes lo invitaron a torear en España, pero le tuvo miedo al avión a pesar de que sí conoce Nueva York.

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Pero su ingreso económico principal ha sido la odontología, que aprendió leyendo en libros y practicando con sus primos hasta que se hizo famoso, tanto así que viajaba siempre por toda la región donde los montuvios lo esperaban ansiosamente, ya que sacaba las muelas, me dice, “casi sin dolor”. Primero anestesiaba a los pacientes y luego “descarnaba las encías” para proceder a la extracción, y finalmente les inyectaba el producto coaguleno para “ajustar las encías”, pues de esa forma “nadie se iba en sangre”.

También era experto en colocar dientes de oro, antigua costumbre del campo que ya está en desuso por ser muy cara. Dice que lo que más colocaba era los caninos, pero que era común que lo llamaran también para sacar los dientes de oro a los muertos, ya que los deudos no querían que el finado se fuera a la tumba con los caninos de oro, y para ese efecto me cuenta que les ponía una vela cerca de la dentadura y los dientes de oro se aflojaban solitos, y al último muerto que le sacó los dientes de oro fue a un amigo que falleció en la famosa hacienda La Beldaca.

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El doctor Teodoro, como le decían sus pacientes, andaba siempre en sus recorridos con un maletín lleno de dentaduras para la venta y de tres tamaños: grande, mediano y pequeño, ya que dice que “al que no le quedaba la una, le quedaba la otra”.

He quedado en visitarlo en Carretones para seguir conversando y oyendo sus fantásticas historias montuvias y para que me revise la dentadura. (O)