En el recuerdo de los habitantes de mayor edad vive el sonido característico de los granos recorriendo una especie de embudos llamados tolvas, por los que deslizaban el maíz, trigo, cebada para que sean molidos y después ocupados en la elaboración de una serie de alimentos, como coladas o tortillas.

La vida sin duda era más tranquila. Así lo recuerda Geovanni Tobar, quien a sus 68 años es el actual propietario de uno de los últimos molinos impulsados por agua que existen en el país. En la parroquia Tababela, en el nororiente de Quito, una calle de piedra conduce hasta la casa que esconde una reliquia del pueblo.

“Este molino existe desde hace unos 120 años, el propietario era mi abuelo, él tenía la hacienda La Compañía, en donde ahora es el aeropuerto. A mi abuelo le expropiaron como 250 hectáreas”, relata mientras abre dos puertas de madera en la única ventana que deja entrar la luz al cuarto de molienda.

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La ventana se encuentra ubicada en las gradas de acceso a las tolvas, antes de eso, Geovanni pasa por unas mesas de juegos, conformadas por un futbolín, billar y naipes. En esa misma planta se enciende un foco que ilumina la zona donde unos engranajes redondos de madera giran en torno a columnas metálicas que se mueven con largas bandas.

Todo un trabajo de ingeniería se esconde tras la construcción. En la parte superior, atrás de la casa, existe un estanque de agua; al abrirse unas puertas, el líquido baja por dos tuberías que chocan con una turbina, este es el corazón del molino, el que mueve todos los engranes.

QUITO.- Geovanni Tobar, de 68 años, dueño del molino hidráulico que nació hace más de 120 años, junto a la turbina que era empujada con el caudal del agua y movía el molino. Ahora es un atractivo turístico de la parroquia Tababela, en el nororiente de Quito. Foto: Alfredo Cárdenas.

Por el flanco norte de la vivienda se puede entrar a un túnel que conduce hasta el socavón, donde se puede ver el punto exacto en el que desembocan las tuberías y la turbina que está perfectamente instalada en la mitad de las dos tolvas del molino.

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De vuelta al cuarto del molino, al completar las gradas de ascenso a las tolvas, una exposición de artículos antiguos da la bienvenida a los visitantes. Máquinas de escribir, juegos de vajilla, cámaras fotográficas, caretas de cartón (máscaras características de la fiesta de los pueblos), ollas de loza, baúles, armas, libros y cuadernos de los que se desconoce su año de creación se ubican como un museo en homenaje a la historia de aquella hacienda, con lo que se logró mantener con el paso de los años.

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Molinos manuales, radiolas, botellas, todo lo que se puede imaginar una persona que busca objetos que se están convirtiendo en reliquias, se puede ver en esa habitación. El tiempo se detuvo y entre la madera todavía se identifica el polvillo que quedó de la última vez que dejaron caer los granos y de todo el tiempo de uso que resistieron las maderas perfectamente encuadradas.

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Geovanni Tobar, de 68 años, dueño del molino. Alfredo Cárdenas/ EL UNIVERSO. Foto: Alfredo Cárdenas.

“Era como un sitio tradicional donde la gente se reunía, venían en son de moler, pero después fue algo familiar de toda la gente de Tababela. Venían y se quedaban conversando, haciendo tertulias, inclusive tomando un traguito”, dice con una sonrisa.

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Como la mayoría de lugares antiguos, este también guarda leyendas. Como la del duende del molino. Geovanni comenta que su abuelo tenía un trabajador que pasaba día y noche en ese lugar, pues después de satisfacer las necesidades de la hacienda, el molino se convirtió en uno comercial: todos los habitantes de esa parroquia y pueblos aledaños llevaban sus granos a moler.

Una noche, un duende se apareció entre las tolvas, con la nariz respingada y orejas en forma de punta. El obrero, asustado, intentó golpearlo, pero cayó desde la parte superior aproximadamente un metro y medio de altura. El duende se escabulló entre el espacio que deja la madera con el socavón y escapó por el túnel.

QUITO.- Una de las dos tolvas del molino cuyo propietario es Geovanni Tobar, de 68 años. El molino hidráulico nació hace 120 años, ahora es un atractivo turístico de la parroquia Tababela, en el nororiente de Quito. Foto: Alfredo Cárdenas.

Desde aquella noche el trabajador dejó de quedarse hasta la madrugada, como expresa Geovanni, el duende cumplió con su cometido: que el hombre pase más tiempo con su familia y menos en el trabajo.

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Al dibujar otra sonrisa, comenta la historia que atrapa la atención de sus visitantes. En la parte frontal de la casa construyó un hotel, actualmente tiene cinco habitaciones y está en proceso de otras cinco. La mayor parte de sus huéspedes son extranjeros, quienes agendan la visita al lugar por medio de aplicaciones y plataformas de hospedaje en línea.

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La cercanía con el aeropuerto Mariscal Sucre es una de las características que vuelven más atractivo el lugar para los turistas, aunque incluso turistas nacionales desconocen que cerca de la terminal aeroportuaria existe un sitio con tanta riqueza histórica y con anfitriones tan amables que brindan una experiencia irrepetible.

El molino actualmente no está en funcionamiento, la contaminación del agua ha llevado mucha basura hasta el estanque, la que al pasar puede dañar las turbinas, por eso, el dueño prefiere conservar toda la obra y no arriesgar su funcionamiento.

Geovanni tiene un hijo, quien también está interesado en la conservación del molino; su padre espera que la tradición familiar se mantenga con el paso de los años, este lugar que se ha convertido en uno de los orgullos históricos de los habitantes de Tababela. (I)