Los sucesos del 10 de agosto 1809, con la instalación de la Junta Soberana de Gobierno en Quito, leal al exiliado monarca español Fernando VII, generó la reacción inmediata de la realeza. Para ese entonces, el soberano de España era José I Bonaparte, hombre impopular en las colonias de América, donde no era reconocido como rey legítimo.

Antonio Amar, virrey de Santa Fe, dispuso marchar contra Quito a 300 fusileros. Algo parecido ordenó el virrey de Lima, José Abascal. Y los gobernadores militares de Guayaquil, Cuenca y Popayán prepararon sus ejércitos para marchar hasta la ciudad que gestó el movimiento.

Esta arremetida quiteña denominada tradicionalmente como Primer Grito de Independencia no demoró ante la deslealtad y temor de algunos juntistas y dirigentes. El movimiento fracasó y Juan Pío Montúfar, II marqués de Selva Alegre, restituyó en la Presidencia de Quito a Juan José Guerrero, quien entregó el cargo al conde Ruiz de Castilla, Manuel Ruiz Urriés. Este prometió conservar la Junta y no tomar ningún tipo de represalias en contra de los quiteños.

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El conde cambió de parecer y encabezó la reacción realista que se desbocó cuando hubo el intento de poner en libertad a los líderes y complotados quiteños. Incluso hizo promulgar -por bando- la advertencia de que se aplicaría la pena de muerte a todo aquel que, conociendo el paradero de algún insurgente, no lo denunciara, detalla la Enciclopedia del Ecuador de Efrén Avilés Pino.

El 2 de agosto de 1810 cayeron asesinados en manos de la soldadesca realista que guarnecía la ciudad Juan Salinas, Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez de Quiroga, Antonio y Juan Pablo Arenas, José Riofrío y otros decididos protagonistas de la proclama agostina forjada un año antes.

Parte de la masacre ocurrió  en el cuartel central, ocupado por los soldados del batallón Real de Lima, que llegó de Perú a Quito para reforzar la plaza y desbaratar totalmente la organización ejecutada por los gestores del movimiento. En las calles también se vivieron momentos de angustia porque la tropa no respetó a nadie para saciar su venganza.

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Al caer la tarde, las víctimas sobrepasaban las 300, y solo gracias a la intervención del obispo José Cuero y Caicedo, quien se presentó valerosamente frente a las autoridades, se pudo detener la masacre y el vandalismo. (I)