La hojalatera de Quito se llama Martha Pacheco. Su local está ubicado en la calle La Ronda, uno de los sitios más emblemáticos de la ciudad.

El taller de su padre, quien la adoptó cuando era una niña, se mudó aproximadamente una cuadra hacia el norte y funciona en un local de Quito Turismo, que pertenece al Municipio capitalino, que alberga otros emprendimientos.

Antes funcionaba en la denominada Casa de los Geranios, en la calle Morales, donde ella creció.

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Su padre, riobambeño, se casó con su madre, que venía de Cuenca. Se hizo cargo de tres hijos.

De él dijo que fue un adelantado a su tiempo, porque le permitió dedicarse a ese emprendimiento, fue un gran dirigente barrial y deportivo.

Su voz se entrecorta al recordar que falleció en diciembre del año pasado. Lo calificó como el mejor maestro, pues les enseñó a ser puntuales con sus clientes e incluso a entregar los pedidos antes de la fecha pactada. Si bien acuerdan con los clientes que sean quince días, los suele tener listos entre ocho y diez días.

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El pequeño taller está lleno de obras de arte, algunos en miniatura, como regaderas, cocinas de colores para jugar, ollas, baldes, portaleches, portasahumerios, pero hay una figura especial para ella: un reverbero, que fue su “primer trabajo”.

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Martha Pacheco usa máquinas antiguas para dar vida a las latas. Alfredo Cárdenas/ EL UNIVERSO. Foto: Alfredo Cárdenas

Ella cree que por ser la última hija tuvo más cercanía con él, además de estar siempre pendiente de la labor de su padre.

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De una vitrina con mucho cuidado saca el reverbero, que sirve para calentar. Con la mano derecha extrae una pieza por la que pasa la gasolina.

Explica que su padre los arreglaba debido a que se tapaban. Un día, ella le dijo que lo podía componer, él estuvo de acuerdo y así lo hizo. Su siguiente trabajo fue cambiar las bombas que eran de cuero.

De 62 años, ella estima que se inició en ese oficio a los 7. De su trabajo menciona que ha habido épocas muy duras, pero también épocas felices, así como buenas.

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Sentada en su taller, contó que entre sus tareas diarias está pintar o avejentar latas como una forma de conservar la tradición, usando máquinas antiguas o soplete. Ahí es donde le dan la forma. Trabajan con lata virgen o tol galvanizado.

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La mayoría de sus creaciones son hechas bajo pedido, como por ejemplo la elaboración de gallitos de la catedral. El precio depende. En días pasados hizo un gallo, que se envió a España, costó $ 75.

El apego a su reverbero es tan grande que lo hizo a escala y mientras lo muestra afirmó que también se prende.

Espera que haya una cuarta generación dedicada a ese arte. Primero fue su abuelo César, luego su padre, Manuel Humberto, y ella. A un hijo le gusta la hojalatería, comentó, pero no le apasiona. Para ser artesano, indicó, se debe amar lo que se hace.

“Él (su padre) amaba ser hojalatero y me enseñó ese amor a mí”, mencionó sobre cuál es la guía para dedicarse a su oficio. (I)