Los llamaron ‘los tres de Sarayaku’ porque Carlos Figueroa, Cléver Jiménez y Fernando Villavicencio se refugiaron en esa comunidad de la selva de Pastaza huyendo de la persecución del gobierno de Rafael Correa, que los enjuició por calumnias. Era marzo del 2014 y así se sumaban a otros grupos de activistas que vivían situaciones similares, como los ‘diez de Luluncoto’ o los ‘siete de Cotopaxi’.

Pero hace un año los tres quedaron en dos. El pasado 9 de agosto se recordó el primer aniversario del crimen del activista político, periodista, exlegislador y candidato presidencial Fernando Villavicencio, ocurrido a la salida de un mitin político en Quito, y por el cual hay cinco sentenciados en primera instancia.

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En un diálogo con EL UNIVERSO, Figueroa y Jiménez evocan en esta fecha al amigo ausente, al que describen como un hombre luchador y solidario.

Figueroa lo conoció en los años 90 cuando ambos estudiaban en la Universidad Central del Ecuador; él, Medicina, y Fernando, Periodismo. Ambos hacían ya activismo político en el Colegio de Médicos y en la Coordinadora de Movimientos Sociales, respectivamente.

Esa militancia dio como resultado la creación, años más tarde, de lo que ahora es el movimiento Pachakutik. “Somos fundadores”, dice Figueroa.

Cuenta que Villavicencio fue contratado como comunicador de uno de los sindicatos de Petroecuador y luego obtuvo su nombramiento. “Es ahí donde se desarrolla su inquietud de conocer cuál era el problema fundamental de la industria principal petrolera, que era la que mantenía al país, y se dedica a estudiar durante muchos años y terminó entendiéndola mejor que nadie”, relata.

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Jiménez, en cambio, conoció a Villavicencio en el 2009, cuando fue elegido legislador de Zamora Chinchipe por Pachakutik. “Fernando nos dio algunos talleres -en un hotel de Quito- en materia petrolera a todo el equipo de asambleístas del movimiento. A raíz de eso se entabló una amistad, nos unía el deseo incansable por luchar contra la corrupción. Nos pusimos de acuerdo y él empezó a trabajar para mi despacho. No pudimos contratarlo como asesor en la Asamblea porque estaban llenos todos los espacios, así que le pagaba -de mi sueldo- como asesor externo para hacer investigaciones juntos”, cuenta.

La primera denuncia que salió de la oficina de Jiménez en el 2011 surgió de una investigación de Villavicencio y llegó a la Fiscalía con el auspicio de Pachakutik y la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie): el caso Armadillo, que se refería a un supuesto genocidio por la explotación del campo petrolero de ese nombre en el que se presumía la presencia de pueblos indígenas en aislamiento voluntario.

Sentenciados ya llevan más de cien días en la selva

Jiménez recuerda que luego habló con sus colegas legisladores de PK para presentar, como en el caso Armadillo, una denuncia penal conjunta contra Rafael Correa por un supuesto crimen de lesa humanidad al ordenar su “rescate” del Hospital de la Policía Nacional, donde él supuestamente se hallaba retenido en las protestas del 30 de septiembre del 2010 o 30-S.

“Pero al final se echaron para atrás, pues primaban otros intereses en cada uno de los legisladores... A pesar de aquello, armamos una estrategia con Fernando y nos reunimos con los jefes de bancada de los otros partidos y movimientos políticos. Les explicamos el caso, cómo estaba armado, les entregamos los informes reservados de las Fuerzas Armadas y de otras instancias que vinculaban directamente al presidente de la República. Parecía que sí había la voluntad de firmarla. Pero ya cuando teníamos que hacerlo, decidieron que no. Así que la denuncia la firmamos Fernando Villavicencio, como activista político y asesor; Carlos Figueroa, como dirigente de los médicos; y yo, como asambleísta. Y ese fue el inicio de toda una persecución bestial desde la justicia en contra de estos tres personajes que lo único que hicimos fue exigir que se clarifique lo que pasó ese 30 de septiembre”, reseña Jiménez.

La denuncia se presentó formalmente el 4 de agosto del 2011.

‘Maliciosa y temeraria’

Cléver Jiménez explica que, según la legislación penal anterior, debían transcurrir al menos dos años de investigación previa para continuar con el proceso o pedir el archivo.

El fiscal de ese entonces, Galo Chiriboga, asumió personalmente la investigación, aunque legalmente no podía hacerlo porque había sido abogado de una de las partes, o sea, el primer mandatario, en otro caso.

“Luego de nueve meses, antes del tiempo previsto por la ley para que se termine la investigación por el delito que estábamos denunciando, ya el fiscal Chiriboga pidió que se declare a la denuncia como maliciosa y temeraria, y que se la archive. Y, claro, el juez de la Corte Nacional Richard Villagómez, fácil y rápidamente, aceptó el pedido”, dice Jiménez.

Entonces Rafael Correa presentó contra ellos una denuncia penal por calumnias. “La jueza Lucy Blacio ni siquiera pidió autorización al Parlamento Nacional para iniciar el juicio en contra de un parlamentario, de Cléver Jiménez, violentando el debido proceso”, recuerda.

La sentencia de primera instancia se dio el 16 de abril del 2013. Los acusados presentaron recursos de nulidad y apelación, que fueron negados el 24 de julio siguiente. El caso llegó a casación y el 14 de enero del 2014 la Corte Nacional de Justicia ratificó la culpabilidad.

Jiménez y Villavicencio fueron condenados a 18 meses de cárcel y Figueroa, a 6 meses. Los tres acusados también debían pagarle al mandatario una indemnización de $ 140.000 y disculparse públicamente.

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El exlegislador cuenta que se enteraron de que la intención del régimen, ya dentro de la cárcel, “era vejarnos, humillarnos y hacer que nosotros pidamos perdón y le informemos al presidente cuáles eran nuestras fuentes, quiénes nos daban información sobre la corrupción en Petroecuador, en el Banco Central, en los ministerios... Y si no lo hacíamos, habría un amotinamiento y apareceríamos muertos”.

Cléver Jiménez (i) y Fernando Villavicencio (c) reaparecieron en el 2015 tras un año de estar escondidos. Foto de Archivo

Carlos Figueroa cuenta que fue entonces que decidieron moverse a la comunidad de Sarayaku, que había ganado en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) una demanda contra el Estado ecuatoriano por la explotación petrolera realizada en la zona sin consulta previa. Aunque había la posibilidad de recibir asilo político de parte de algunos países amigos.

“Fue un operativo bastante grande, difícil, complicado, estresante para llegar allá. Recuerde usted que las fuerzas policiales estaban detrás de nosotros y por lo tanto nos era difícil movilizarnos. Fue en secreto, en la noche. El contacto fue el presidente de la comunidad, Marlon Santi, con quien teníamos amistad hacía algún tiempo atrás. Y Marlon, los curacas y la directiva de la comunidad deciden protegernos, puesto que ellos habían ganado una demanda contra el Estado ecuatoriano, y los policías y los militares no podían ingresar en esa zona”, relata Figueroa.

Figueroa y Jiménez fueron los primeros en llegar. Villavicencio se les unió dos semanas después porque había viajado a Estados Unidos para presentar su caso ante la CIDH, que les otorgó medidas cautelares en marzo, que el gobierno de Correa no reconoció.

Los tres permanecieron escondidos en la zona alrededor de dos meses.

La vida en Sarayaku

Jiménez y Figueroa hablan con nostalgia de sus días de clandestinidad en la selva.

El primero cuenta que tanto él como Villavicencio estuvieron ocupados todo el tiempo dando charlas a los jóvenes de la comunidad que estaban muy interesados en conocer detalles de sus investigaciones sobre corrupción petrolera y minera, especialmente.

“El que mejor la pasó fue Carlos Figueroa porque, al ser médico, andaba curando, operando por todo el territorio y era bien atendido por la gente, que le regalaba comida y nos iba llevando”, bromea Jiménez.

“Yo tenía que atenderlos porque ninguno sabía cocinar. Lo único que me acuerdo era que el uno sabía hacer fideos rapiditos y el otro solo sabía hacer el café. Y Fernando decía: ‘No proteste que yo hago un excelente café'”, relata el doctor Figueroa entre risas.

Al inicio dormían todos juntos en una misma cabaña, pero por seguridad empezaron a moverlos. Anochecían en una y amanecían en otra. “En las noches nos tomábamos un buen café y siempre conversábamos de los problemas del país. Fernando era muy apasionado por la lectura...”, coinciden.

Figueroa cuenta que tuvieron que salir de la comunidad porque recibieron información certera de que el Gobierno estaba planificando el ingreso a ese territorio para capturarlos.

“Ya habíamos tenido un intento de penetración tanto por el río Sarayaku como también por aire. Nosotros habíamos visto en esos días tres helicópteros que intentaron posarse sobre la pista que tiene el pueblo... ¡Nos sobrevoló un avión Súper Tucano. Dios mío, solo la prendida vale $ 200.000! (...). La orden que habían recibido los militares y los policías era ingresar y detenernos. Eso iba a generar acciones de violencia y con ello pudo haber muchos habitantes víctimas de esta locura... Primero lo intentaron los policías, pero desistieron, incluso abortaron una intervención porque hubo algún policía que se cayó al río y se fracturó un tobillo, y tuvieron que rescatarlo y salir de ahí. Entonces intentaron que los militares penetren, pero no quisieron”, cuenta Figueroa.

“Conociendo todo esto decidimos no poner en riesgo a la población de Sarayaku y salimos, asimismo, en un operativo preparado. Fue bastante dificultoso salir en la noche vadeando el río Bobonaza por cinco ocasiones para poder llegar a un sitio donde nos esperaban para movilizarnos. Todas las pistas y todas las carreteras estaban cerradas por policías y militares, pero logramos escapar. Fue una noche épica”, relata el activista.

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Ya fuera de la selva, los tres tomaron rumbos diferentes para no ser aprehendidos. Jiménez se fue a Zamora Chinchipe, Figueroa a Quito y Villavicencio se quedó unos días en Puyo y luego volvió a la capital. Ahí perdieron temporalmente el contacto.

Figueroa permaneció tres meses en la clandestinidad y fue detenido en julio del 2014 cuando fue a ver a su mamá que tenía cáncer y que murió poco después. Estuvo durante seis meses en la cárcel n.° 4.

Jiménez y Villavicencio no fueron a prisión porque con la vigencia del nuevo Código Penal su pena de año y medio de cárcel bajó a un año y luego prescribió.

Carlos Figueroa leyó un mensaje para su amigo en la misa y homenaje a Fernando Villavicencio en el convento y sala capitular de San Agustín, el pasado 9 de agosto. API / DANIEL MOLINEROS Foto: API

La muerte del compañero

Cléver Jiménez señala que si bien tenía una gran amistad con Fernando Villavicencio y compartía con él su afán de lucha contra la corrupción, no encajaban políticamente. Entonces, él no lo acompañó en su última campaña hacia la Presidencia de la República.

En cambio, Carlos Figueroa sí fue parte del equipo de trabajo, incluso era una especie de coordinador de campaña y por ello es que estaba con él cuando se produjo el atentado.

Pero unas semanas antes del crimen hubo un incidente que él no le había contado antes a nadie con mucho detalle. “Ya hubo peligro un poco antes. Mis colegas prepararon un acto en el Colegio Médico en Guayas. Yo me subo a la tarima porque había demasiada gente y tuve temor; yo estaba vigilando y viendo todo el panorama desde arriba, y localizo a una persona sospechosa. Y yo les digo a mis compañeros que por favor bloqueen a esa persona. Lo pedí por tres ocasiones hasta que tuve que gritarles. Y, efectivamente, ese tipo tenía una pistola en su mochila. Desgraciadamente, en medio del evento, no se pudo exigir la detención de esa persona, que decía que era parte de la seguridad de Fernando, pero la única protección que había era la Policía. Desde ese entonces estuvieron presentes estos sicarios que no querían que Fernando Villavicencio llegue a la Presidencia de la República”, relata.

El día del asesinato, el 9 de agosto del 2023, Figueroa no estuvo tan cerca de Villavicencio, estaba coordinando otras cosas y, como ya había regresado de una visita a Guayaquil, donde se suponía que había más peligro, pensó que en Quito estaría a salvo.

“Yo estuve atrás, al lado de una banda que trajimos de otra provincia. Me dije aquí estoy tranquilo, ahora no me voy a meter en nada porque veía todo en paz, y como había tanta gente dije bueno, Fernando está protegido... Y en la última parte, cuando Fernando iba a salir por la puerta principal, le quería decir quédate bailando aquí, pero no me escuchó porque la bulla era muy grande. Treinta segundos después de que pasa frente a mí, se produce una balacera sin nombre y comienzan a entrar los heridos... Al haber amainado el ruido de la balacera salgo, miro para todos lados. No estaban los otros vehículos y me dicen que habían llevado a Fernando a la clínica. Yo cruzo la calle, entro a la cínica y en el primer cubículo de emergencia estaba un colega, que me reconoció y me dijo: ‘Carlos, no pudimos hacer nada...’. Yo le vi la cara a Fernando, le vi con los ojos salidos. Y me di cuenta de que tenía un balazo en la cabeza. Un balazo, por la violencia con que entra, hace que se salgan los ojos, porque es como una opresión dentro del cerebro. Sabía perfectamente que estaba muerto, que no había camino atrás y en ese rato me desplomé y me desperté después de tres meses, cuando recién pude interpretar lo que estaba pasando realmente. Creo yo que ese golpe fue mucho más violento incluso que cuando un familiar fallece. Fue mucho más violento porque la acción fue contra todo un país. Contra ese futuro más luminoso que hubiese podido tener el país”.

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Jiménez, quien se hallaba en su casa en Zamora Chinchipe, se enteró del asesinato de Villavicencio por una llamada telefónica. Y pensó, como Figueroa, que no solo habían silenciado a su amigo, a su compañero de luchas contra la corrupción en el régimen de Correa, sino que habían matado la esperanza de muchísimos ecuatorianos que creían en él.

Ambos lamentan que, hasta el momento, no se haya identificado a los autores intelectuales del atentado. La justicia ecuatoriana, coinciden, les queda debiendo a la familia, a los amigos y a los seguidores de Fernando Villavicencio esa verdad que necesitan saber para atenuar la pena y el espanto. (I)