Ocurre que a veces obras importantes o interesantes se nos quedan intocadas. Así me pasaba con Pasto: cotidianidad en tiempos convulsionados, 1824-1842, de la historiadora Rosa Isabel Zarama. Pero cierta necesidad literaria hizo que me interesara por la vida cotidiana en Pasto en el siglo XIX y este es un sólido trabajo minuciosamente investigado sobre el tema. En él constaté que la cultura de esa región era muy similar a la de la Sierra ecuatoriana, pero lo que más me sorprendió fue conocer el papel gravitante que tuvo el Ecuador en el sur de Colombia en la antepasada centuria, fenómeno del que no tenemos clara conciencia.

Los sucesos de los últimos días hicieron pasar esta lectura del mero interés a la alta prioridad. El desborde de la violencia del sur colombiano hacia territorio ecuatoriano, que ha sido esporádico en las últimas décadas, parece volverse incontenible. Durante el siglo XIX la guerra y los enfrentamientos armados, una y otra vez, cruzaron la frontera. Entonces la llamada provincia de Pasto ocupaba todo el límite con nuestro país al sur y colindaba con la de Bogotá al norte. El Ecuador al separarse de la Gran Colombia reclamó este enorme territorio que durante casi toda la colonia estuvo adscrito a la Real Audiencia de Quito. El presidente Flores trató de hacer valer esta tesis por las armas. No lo consiguió en primera instancia.

La región vivió esos años sumida en un vórtice belicoso. La población de Pasto fue, durante la guerra de la Independencia, el reducto realista más recalcitrante. Los libertadores para someterla llegaron a extremos como la masacre de Navidad de 1822, perpetrada por Sucre. De esta situación quedaron en la región guerrillas y partidas de armados, que no encontraban pretexto malo para el “bochinche”, así decían, dejando una estela de muerte, saqueo y abusos. Esta violencia endémica incluso puede retrotraerse a siglos antes, pues eran zonas pobladas por naciones indígenas muy combativas. La dilatada región fue siempre de difícil control para el Estado colombiano, a tal punto que en 1840, envuelto ese país en una guerra civil, el general Tomás Cipriano de Mosquera la ofreció al Ecuador a cambio de ayuda bélica. Quienes estaban a favor de este acuerdo decían que al ceder ese territorio al país vecino le entregaban un problema. Vicente Rocafuerte se opuso al pacto, pues consideraba que “en nada aumenta nuestras ventajas y cargamos con la desventaja de mantener la guarnición y los empleados”. El caso es que esta vez tampoco pudo Flores consolidar el dominio ecuatoriano. Esas tierras seguirán con intermitentes episodios de una guerra jamás acabada y así llegarán al siglo XXI. La presencia allí del Estado colombiano ha sido hasta hoy incompleta. Era obvio que la “paz” impuesta por Juan Manuel Santos, contra la voluntad del pueblo colombiano expresada en las urnas, no iba a acabar con siglos de una violencia que siempre salpica a su vecino. Más, si irresponsablemente se desguarnece la frontera, instalando radares inservibles (qué coincidencia, ¿no?) y permitiendo el asentamiento de campamentos de irregulares. (O)