Pensando sobre qué escribir en este mi artículo número cincuenta, recordé cuando intenté convencer a un amigo para que leyera Anna Karenina de Tolstoi. Le dije que era un gran libro, que se entretendría. Sin embargo, luego pensé que el ritmo de Tolstoi (imagino que tampoco fue un best seller en su momento) no tenía nada que ver con el anormal ritmo del que somos sujetos en este extraño mundo en que vivimos: no es el frenesí irreflexivo, el de las series que se consumen en dos días sin darles tiempo a dejar al menos una idea. Sí, se entretendría pero a condición de que fuera paciente.

Los clásicos no hay que leerlos exclusivamente para entretenerse (o, matar el tiempo), en parte porque al ser de otra época de por sí late otro ritmo en su prosa. A un clásico jamás se va a buscar a Grisham o Dan Brown. Los clásicos se leen por su valor estrictamente literario, por el disfrute puro de la literatura. Otra cosa es que algunos historiadores, sociólogos y, siempre, los seudointelectuales quieran utilizar el texto con otros fines mezquinos. Paul Auster recordaba en su novela más reciente, 4321, el inmenso corazón e intuición de Tolstoi para poder ser todos los seres humanos a la vez. Por sus novelas surcan los poetas, los empresarios, los amoríos, las fidelidades, todos sus problemas, todos sus anhelos. Además, los clásicos, por su antigüedad, son capaces de revelar, acaso, verdades o realidades atemporales. En ellas es más claro ese cometido de lo novelístico, esa larga interrogación, como recordaba Kundera, de la existencia.

Cuánta falta hace leer con calma en este siglo XXI, nadie te persigue, inundados como estamos en esta moda, en la autocensura de lo políticamente correcto, en la repetición arbitraria y vacía de “insultos” como ser “conservador” y nadie sabe ni qué quieren conservar unos ni por qué, si jamás han sabido nada que no sea la letra de Despacito.

Nunca antes, según dicen los “antiguos”, pues yo soy de esta generación frívola, ha habido tanto orgullo de no saber nada, de no haber leído jamás un libro, de no haber estrenado neurona. Pero mi problema no es la ignorancia en sí. A medida que leo, que discuto con mis alumnos, descubro el abismo de mi conocimiento, cada vez mayor. Decía Sócrates que el pensamiento empezaba allí, en ese “solo sé que nada sé”. El problema no es la ignorancia, sino la falta de lucha, la pereza mental. Se sinceraba Unamuno: “Solo espero de los que ignoran, pero no se resignan a ignorar; de los que luchan sin descanso por la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en la victoria”. Los dogmáticos, y sigo con Unamuno, son los perezosos (los impacientes) de todos los equipos (conservadores, progresistas, librepensadores –o faltos de convicción–, marxistas y capitalistas, e ignorantes de todas las palabras enumeradas). Los dogmáticos son esos seres que creen que el mundo cabe en su mente, seres incapaces del misterio y la sorpresa, seres incapaces de comprender lo que significa (y el riesgo que conlleva) la libertad o el bien común.

Nunca supe si leyó la novela, confío en que sí. (O)