Hablar de la administración de justicia y cómo mejorarla es un tema inacabable e inagotable. Llevamos miles de años de debate sobre cómo proteger de mejor forma los derechos de las personas y en muchos aspectos no terminamos de llegar a acuerdos. Esta discusión es todavía más intensa en países con débil institucionalidad, como el caso de Ecuador, país que acaba de vivir uno de los periodos de mayor desestructuración judicial de su historia.

La justicia ecuatoriana ha estado endémicamente impregnada por lo político, el reparto de las cortes y fiscalías entre las diferentes tiendas era pan de todos los días. La Revolución Ciudadana utilizó este argumento como uno de sus caballos de batalla contra la vieja partidocracia y como fundamento de una Asamblea Constituyente de plenos poderes, que prometió crear un país donde, desde su lectura hobbesiana del Estado de naturaleza, antes solo había el caos y la nada. La “metida de mano” a la justicia, que ya se sentía desde un inicio, se hizo más que evidente desde 2011 luego de la consulta popular y posterior conformación de un Consejo de la Judicatura transitorio. Estos siete años fueron de domesticación constante de los jueces, los cuales aprendieron que si no cumplían los designios del poder iban a ser irremediablemente echados de sus cargos, bajo aplicación inconstitucional del denominado “error inexcusable”. Así, una justicia conocida no precisamente por la gran calidad de sus fallos, pasó a convertirse en internacionalmente célebre, por lo delirante de los mismos. Honra del presidente calculada a base del presupuesto general del Estado, sentencias introducidas en mecanismos de memoria extraíbles, condenas por aplaudir, son solo unos cuantos ejemplos de lo bajo que pudo caer la administración de justicia en el Ecuador. Lo paradójico es que varios de los jueces que emitieron estas perlas dignas de enmarcarse se encuentran aún en funciones.

¿Qué pasó con las decenas de millones que se gastaron en la adquisición de software que nunca entró a funcionar?

Ahora con un Consejo de la Judicatura transitorio, que da muestras de ser muy superior a lo que tuvimos en la “década ganada”, surge la esperanza de una nueva y mejor justicia. Por dónde empezar, es la pregunta obligatoria y las respuestas son muchas y muy variadas. La evaluación de una Corte Nacional de Justicia se convierte en una necesidad imperiosa, teniendo en cuenta que muchas de las decisiones judiciales más cuestionables han sido emitidas por este órgano, con especial énfasis en las áreas penal y tributaria. Lo propio deberá hacerse posteriormente con las cortes provinciales de todo el país. El modelo procesal instaurado a través de la vigencia del Código Orgánico General de Procesos presenta una serie de problemas que dificultan enormemente el ejercicio profesional de los abogados y la defensa de los derechos de sus representados. La arbitrariedad con la que actúan los jueces, al decidir cuáles son los parámetros con los que debe cumplir una demanda para ser aceptada, necesita de acciones urgentes. Esto genera una indefinición e inseguridad jurídica totales, pues los requisitos que se exige por un juez son diferentes a los que requieren otros de su propia jurisdicción, más aún de otras provincias del país.

En materia recursal la cosa no va mejor, tan es así que en el área penal la casación se sigue manejando bajo los mismos parámetros con los que se hacía en la Francia del siglo XVIII. El concepto de “recurso formal, dirigido a corregir los errores de derecho en que se hubiera incurrido en la sentencia” es totalmente anacrónico, no toma en cuenta la nueva concepción de las garantías de debido proceso, como el doble conforme y parte de premisas equivocadas. Casi todos los países de la región han reconfigurado su estructura casacional y en Ecuador esto es todavía asignatura pendiente.

Un aspecto que debe tomarse muy en cuenta es la evidente deficiencia en la formación de los jueces y funcionarios judiciales, lo cual incide no solo en la calidad de los fallos, sino en el manejo mismo de los procesos. Un sistema procesal moderno como el que nos plantea el Cogep requiere de operadores judiciales muy preparados, que puedan identificar en una audiencia la pertinencia de las pruebas ofrecidas y decidir sobre las mismas, por ejemplo. Necesita igualmente salas sumamente tecnificadas en las que los sistemas de audio y video posibiliten la realización expedita de las audiencias, pues de lo contrario la estructura procesal colapsa. Aquí no tenemos ni unos, ni otros.

Finalmente, la necesidad de contar con un sistema informático adecuado es insoslayable. ¿Qué pasó con las decenas de millones que se gastaron en la adquisición de software que nunca entró a funcionar? A estas alturas de la historia creo que es justo requerir una administración de justicia en la que el abogado no tenga que pasar a ver su correspondencia en una cajita de lata y remitir sus escritos en papel. (O)