Durante la reciente conferencia anual de la International Bar Association (IBA) en Roma, uno de los temas que más atención recibió fue la importancia que le dan las empresas multinacionales en sus decisiones de negocios a la existencia de sistemas judiciales y administrativos libres de corrupción. Naciones con instituciones corroídas por la corrupción no son atractivas para compañías serias con planes de largo plazo. No solo que en los países desarrollados existen hoy en día leyes que sancionan con prisión a ejecutivos de compañías de esos países que cometan actos de corrupción en el exterior –en las cárceles de los Estados Unidos hay varios exejecutivos condenados–; es que, además, la gran mayoría de las multinacionales tienen códigos de conducta internos que obligan a sus empleados a rigurosos estándares de comportamiento en sus relaciones con las autoridades locales. En esta, como en otras materias, el mundo ha dado un enorme giro desde la década de los años 70, cuando las operaciones de las multinacionales fueron el foco de cuestionamientos éticos. Hoy es como si los papeles se han invertido.

Uno de los ejecutivos que asistió a la conferencia de la IBA nos decía que a menudo estas políticas anticorrupción de las grandes empresas multinacionales no son comprendidas, y hasta son resistidas por las autoridades nacionales (ministros, jueces, fiscales, etc.), e –increíblemente– hasta por los abogados que contratan. Las empresas tienen que dedicar tiempo y recursos para convencerlos a todos ellos de que sus políticas anticorrupción van en serio. Una tarea nada fácil, tomando en cuenta que, además, con raras excepciones, las empresas locales, que son sus competidores o aliados, no comparten esa misma actitud. Además, lo que está en juego no es únicamente un tema ético –cosa que ya de por sí sería suficiente– sino que hay también un interés práctico. La corrupción alienta la inseguridad jurídica, la que, a su vez, es uno de los más graves obstáculos para la inversión.

Nada de esto parece importarle a buena parte de las élites ecuatorianas. Salvo esfuerzos aislados de contados individuos, las instituciones del país siguen presas de esa cultura de la corrupción que acrecentó considerablemente el correísmo. Esa cultura que floreció a la sombra de insultos, miedo y abusos, hoy parece haberse instalado silenciosamente, como el mobiliario inerte de una casa en ruinas. El exdictador probablemente se sienta contento allá en su exilio dorado, al ver que ese Ecuador que él y su pandilla destruyeron es ahora un país que no parece levantar cabeza. Satisfecho debería sentirse de que otros se están encargando ahora de perpetuar su deshonroso legado. Una década perdió el país. La pregunta es si los ecuatorianos estamos dispuestos a olvidarla, y con ello volver a perder no solo nuestra dignidad, sino también nuestro futuro. Si se les hace difícil comprender la dimensión ética de una sociedad libre de corrupción, por lo menos deberían hacer algo por el interés de construir una economía que crezca. Pero al parecer ni lo uno ni lo otro les interesa a los dueños del casino. (O)