Me acordé de esta historia porque ayer vi una tina de baño a la que alguien había puesto de patitas en la calle y convertido en jardinera. ¿No es angustiante encontrarse con esos objetos, cómplices de nuestra intimidad, expuestos de repente en un lugar donde no corresponden, solos y desvalidos? Recordé mi antiguo departamento “bohemio” (como lo describió generosamente mi hermana cuando nos visitó en Leipzig), construido para la clase obrera hace más de cien años y que por supuesto no tenía cuarto de baño sino un inodoro en un clóset ubicado entre las escaleras del edificio. Durante décadas, cada inquilino lo había ido remendando como mejor pudo, y algún avispado instaló una bañera en la cocina y protegió el piso con planchas de linóleo. Bohemiamente vivíamos (la niña chapoteando en el agua mientras mamá cocinaba o leía tomando vino o café) hasta que alguien compró el edificio e inició una furiosa modernización. Pero se apiadó de nosotras y nos ofreció mudarnos a la planta baja, así que día a día veíamos albañiles subiendo y bajando, descartando y reemplazando, arrancando y colocando, demoliendo y reconstruyendo nuestro antiguo hogar.

Nunca olvidaré la mañana en que me desperté para encontrar a nuestra amada bañera (donde mi hija había descubierto la felicidad perfecta de un baño entre burbujas) tirada en medio del patio. Me quedé pasmada junto a ella, observándola desolada, hasta que un obrero me agarró del brazo: venga, venga. Subimos hasta mi anterior departamento y cuando entramos a la cocina vi lo que me quería enseñar: bajo el linóleo se extendía una capa de periódicos (algo que se solía hacer para aislar del frío), y de tan mala suerte que habían usado diarios de 1941, así que el destino quiso que una enorme fotografía de la tremenda cara de Adolf Hitler quedara justamente bajo el sitio que había ocupado la bañera, en el lugar preciso donde día a día nos habíamos sentado, literalmente, en su cara. No supe si reírme o llorar, así que hice las dos cosas.

Cada vez que abro los diarios me pregunto quién puede hoy en día continuar apuntando con el dedo a los alemanes reclamándoles: solo a ustedes se les ocurrió votar o tolerar a un líder populista, ultranacionalista y racista que manipuló las emociones de las masas...

Esta extravagante anécdota sobre una tina de baño no es la única razón por la cual me acordé de Hitler. En los últimos tiempos pienso mucho en él, no solo como el criminal que fue sino también por la estrategia política y la coyuntura que lo llevaron al poder. Cada vez que abro los diarios me pregunto quién puede hoy en día continuar apuntando con el dedo a los alemanes reclamándoles: solo a ustedes se les ocurrió votar o tolerar a un líder populista, ultranacionalista y racista que manipuló las emociones de las masas, que difundió mentiras, que inventó un enemigo para achacarle la culpa de todo, que aprovechó la ignorancia y la frustración para llegar al poder. El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán y sus seguidores, mejor conocidos como “los nazis”, no eran en sus inicios otra cosa que la “alternativa” contra el comunismo de la vecina Unión Soviética que cobraba fuerza en la República de Weimar (la Alemania de Entreguerras), eran la “alternativa” a un gobierno débil e ineficiente incapaz de solucionar la hiperinflación y el imparable desempleo. Necesitamos un líder fuerte, decían, mano dura y medidas extremas para salir de la crisis, pensaban. Necesitamos un macho que nos devuelva la grandeza mítica de nuestro pueblo. Y lo tuvieron.

Quizá resulte exagerado invocar a Adolf Hitler para advertir al mundo el peligro de entregarse a las fantasías de resurgimiento y grandeza inventadas por líderes ultranacionalistas, bocones, provocadores, belicistas y belicosos como Trump o Bolsonaro. Pero no hace falta llegar a los extremos delirantes del nazismo para hacer mucho mal a la humanidad. Basta con violar día a día, más o menos sutilmente, la dignidad humana; basta con mentir y calumniar sistemáticamente; basta con fomentar el miedo y alimentar el resentimiento; basta con separar a naciones y culturas en lugar de unirlas y reconciliarlas; basta con seguir destruyendo al planeta en lugar de empezar a cuidarlo.

Repito lo obvio: hay que aprender de la historia. Así como el suelo bajo nuestros pies está hecho de capas que se han ido acumulando con el paso del tiempo, así la historia no transcurre y desaparece sino que todo lo que ha sucedido permanece formando parte de lo que somos, como país o como humanidad. La historia pervive y constituye el suelo sobre el que vivimos (no es casualidad que me haya encontrado con Hitler bajo mi bañera). Todas las sociedades han tenido sus monstruos, algunas los han reconocido y otras los siguen negando, y algunas no se dan cuenta de que en este mismo momento los tienen metidos en su misma bañera, y enfebrecidos juegan con ellos como si se tratara de un juguete nuevo, un poderoso superhéroe que combatirá a nuestros enemigos imaginarios mientras los verdaderos siguen haciendo de las suyas. (O)