Como partidario del Estado mínimo me preguntó: ¿es legítimo que las entidades públicas, estatales, municipales o de cualquier rango, organicen y financien fiestas populares? Brindar festejos, diversiones y cuchipandas no es, de ninguna manera, una obligación y peor un privilegio del poder político. La idea de que César debe proporcionar al pueblo “panem et circenses” no existía en la República Romana, sino que se entronizó con el cesarismo, es decir con la tiranía, que contentaba a las masas con subsidios a los alimentos y festivales. Pero, como en todo campo de la actividad humana, el poder debe coadyuvar a que los legítimos deseos de las personas y de los colectivos se expresen libremente. Así, no puede imponer ni mantener fiestas, y esto incluye no hacer belenes ni árboles de Navidad, pero sí debe crear entornos adecuados para que estas se celebren, garantizando que las personas que participen en ellas ejerzan su libertad con sus cuerpos y sus bienes, e impidiendo que al hacerlo quebranten derechos de terceros.
Las corridas de toros fueron en Quito, desde tempranísimos tiempos coloniales, una afición de la población. En el siglo XX lo que antes fueron desenfrenados y peligroso jolgorios masivos, se fueron formalizando con la creación de las plazas Belmonte y Arenas, proceso que culminó hace seis décadas con la construcción de la Monumental, en la cual se llevaba a cabo la Feria de Jesús del Gran Poder, una temporada taurina de primer nivel a escala internacional. Todo esto partió de la iniciativa particular; el Estado y el municipio se beneficiaban de altos impuestos sobre las entradas, a cambio proporcionaban una mínima protección policial. Mínima porque la sana inquietud que conlleva la fiesta de toros jamás se igualará a los violentos desmanes como los que hemos visto con frecuencia en espectáculos deportivos. Así deberían ser las cosas siempre y en todos los campos. Hasta se puede mejorar el modelo: bájense los tributos y exíjase que las propias empresas organizadoras se encarguen de la seguridad.
El caso es que las “fiestas por la fundación de Quito” se crearon alrededor de la Feria y no a la inversa. Esta fue su razón de ser y su alma. Durante la dictadura correísta, que todo lo echó a perder, se efectuó una “consulta” inconstitucional en su forma y en su fondo, por la que se prohibieron las corridas de toros completas en Quito. El resultado fue la muerte de la fiesta quiteña. Se trató de reemplazarlas con onerosos conciertos, que jamás lograron encender la chispa, la gracia y el entusiasmo como lo hacía el mágico rito de la tauromaquia. Se perdieron miles de trabajos temporales relacionados con los festejos, tanto en el montaje del espectáculo, como en todas las actividades conexas: artesanía, turismo, gastronomía... que igual, también mejorando el modelo, podían convertirse en generadoras de riqueza. Esperamos que instalada la nueva Corte Constitucional, entre sus primeros pasos esté la derogatoria de las disposiciones emanadas de la inconsulta consulta y que así Quito pueda recuperar sus fiestas en todo su esplendor. (O)