¿Cómo calificar la obsesión modernizadora de la que hizo gala la revolución ciudadana? ¿Como un impulso de progreso conducido desde el Estado? ¿Como un gigantesco esfuerzo de construcción de infraestructura para desarrollar el país? ¿Cómo calificarla después del anuncio oficial de reabrir 1.000 escuelas comunitarias rurales, en una primera fase, de las 7.000 que fueron cerradas por los revolucionarios? El ministro de Educación, Milton Luna, ha dicho que el cierre de las escuelas comunitarias puede ser calificado como un etnocidio. La investigadora Carmen Martínez, en varios trabajos académicos, ha señalado que el cierre de las escuelas rurales ha tenido severos impactos sobre la comunidad, su tejido social, su vida organizativa y política.

A pesar de todos los títulos académicos que exhibían los funcionarios del anterior gobierno, fueron unos modernizadores estúpidos –disculpen la rudeza– e ignorantes que arrasaron con todo. Ahí está Yachay: una infraestructura multimillonaria, de enormes edificios, hoy semiabandonada, que se construyó en un valle agrícola inmejorable. La revolución ciudadana no hizo 3 o 4 hidroeléctricas, hizo 8, con intervenciones brutales sobre la naturaleza y los espacios sociales circundantes. Aún está por investigarse el impacto y la destrucción social, moral, espacial, que trajo el proyeco Coca Codo Sinclair, donde se instalaron más de 7 mil trabajadores, la mayoría de ellos chinos, al pequeño pueblo de su alrededor. Ejemplo de estupidez fue la red de gigantescas torres eléctricas levantadas sobre preciosos páramos de la Sierra para interconectar el sistema. Las ciudades del milenio construidas en Pañacocha y en el Cuyabeno, por fuera de toda historia cultural de los pueblos kichwas, son monumentos de estupidez modernizadora. Allí está la refinería del Pacífico: invirtieron cientos de millones de dólares y destruyeron miles de hectáreas de bosque seco para nada. Un Estado buldócer destruyó comunidades, intervino la naturaleza, invadió espacios sociales con infraestructuras descomunales. A estas idioteces las llamaron transformaciones revolucionarias. A lo anterior se suma el ITT, convertido en territorio inexpugnable del Estado buldócer.

Las escuelas rurales debían ser sustituidas por las del milenio, con su uniformidad arquitectónica. Se construyeron alrededor de 120, en las que invirtieron más de 800 millones de dólares. Las evaluaciones de impactos dan resultados mediocres: mejoró la educación en matemáticas, se estancó en lenguaje y la matrícula en formación básica y bachillerato siguió igual. El cierre de las escuelas rurales retrata un Estado civilizador, piloteado por una élite todopoderosa, que desconoció, por ignorancia y arrogancia, las dinámicas sociales y culturales de los procesos de cambio. Las escuelas comunitarias fueron cerradas porque constituían –según Correa– escuelas de la pobreza. Habrá que medir la pobreza en las comunidades donde se cerraron para evaluar la frase grandilocuente del simplón y superficial Correa. Actuaron como nuevos ricos, llenos de dinero, convencidos de que la modernización llegaría en diez años desde arriba gracias a un Estado mágico. Modernizadores a lo bruto, sin respetar los procesos, la historia, la geografía, el espacio, las dinámicas sociales y culturales, ni los largos aprendizajes de los grupos subalternos. Destructores y colonizadores del siglo XXI.(O)