Una coincidencia –vinculada a estos tiempos aciagos– nos hizo volver a Sin destino (Acantilado, Barcelona, 2001), una de las obras cumbre de Imre Kertész, Premio Nobel de Literatura 2002.
Kertész (1929-2016), de origen judío, nació en Budapest, Hungría, y fue deportado en 1944, siendo un adolescente, a Auschwitz y Buchenwald, los tristemente célebres campos de concentración nazis de la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra regresó a Hungría, donde más tarde trabajaría en actividades vinculadas al periodismo y la traducción y publicaría varias obras. La última posada, la final, es también una reflexión profunda sobre la vida y, diría yo, lector común, sobre la proximidad de la partida. Gran parte de sus últimos años los pasó en Alemania, junto con su esposa, desde donde hizo múltiples viajes por el mundo.
Volver a Sin destino nos trajo a la memoria lo que alguna vez dijo el gran Marcel Proust: “La verdadera vida… por fin descubierta y esclarecida… por lo tanto, plenamente vivida, es la literatura”. Nada más cierto: este libro obliga a reflexionar sobre la condición humana y, claro, sobre esa época de atrocidades, donde concurrieron intereses, complicidades, deshumanización, equivocaciones, sumisión.
Desde su niñez, marcada ya por la exclusión judía, Kertész enfrentó con inocencia el futuro, el engaño, el desarraigo. Nunca –aunque con miedo– quiso creer lo que sucedía, pero todo llegaba, sorpresiva, insistentemente. Vivió a sobresaltos. Muy tempranamente sintió –sin aceptarlo, por increíble– la pérdida de la familia, de afectos cercanos y hasta del pequeño patrimonio levantado con el duro trabajo de su padre, que alguna vez pensó aseguraría su propia educación, su futuro.
Se despidió de forma extraña de su padre, quien también fue confinado y moriría en destino. A poco, él mismo estaría obligado a trabajar y debió partir a lo incierto, allá, al mundo aquel donde experimentó tiempos de horror, en los que la condición humana se reflejaría en lo noble, a veces; en lo más bajo, casi siempre.
La presentación editorial del libro señala textualmente: “Historia del año y medio de la vida de un adolescente en diversos campos de concentración nazis (experiencia que el autor vivió en propia carne); Sin destino no es, sin embargo, ningún texto autobiográfico. Con la fría objetividad del entomólogo y desde una distancia irónica, Kertész nos muestra en su historia… sus efectos más eficazmente perversos: aquellos que confunden justicia y humillación arbitraria, y la cotidianidad más inhumana con una forma aberrante de felicidad”.
Libro, una vez más, que no deja indiferente a nadie. Hasta el final, en la peor circunstancia, Kertész recuerda que nunca llegó al abandono final: un minuto de vida más, incluso en un campo de concentración, es demasiado valioso para dejarlo escapar. Procuraba evadirse, figuradamente, siempre: su imaginación ilimitada le permitía viajar o volver a los recuerdos, los suyos. Lo que nunca pudo superar, ni con terquedad ni oraciones, fue el hambre. Hambre que, gran paradoja, aún existe en el mundo. Tampoco abandonó el enfado, en medio de todo. ¿Podía haber seres humanos tan diferentes? ¿Era eso posible?
La coyuntura actual puso al libro de Kertész nuevamente sobre la mesa. Siria, Venezuela (Informe Bachelet…), Nicaragua, por ejemplo, “rescatadas” por algunos, ¿se asemejan? A poco de ese año y medio de cautiverio terminó la guerra y pudo regresar a Budapest, donde todo había cambiado. Ni familia, ni propiedad, ni amigos, que también partieron. Era la nueva realidad. Pero había que seguir viviendo.
¿Qué concluye Kertész? Primero, algo que siempre se reedita, que no es “coincidencial”: sugiere que ciertas clases “jugaron” frontalmente el terrorífico “juego”.
Imagina en un pasaje del libro los “señores” que apoyaron al régimen de Hitler, por intereses, claro, muy de ellos. Solo de ellos. En otro libro, El orden del día, Premio Goncourt 2017, Eric Vuillard lo corrobora, cuando en contexto distinto describe coincidencialmente el inicio de la dominación de Austria: “Se les abre obsequiosamente la puerta, descienden de sus grandes autos negros y desfilan uno después del otro… eran veinte y cuatro, cerca de los árboles muertos del río, veinte y cuatro abrigos negros, cafés o coñac… penetrarán el gran vestíbulo del Palacio del presidente de la Asamblea, pero pronto ya no habrá Asamblea…”. Era el inicio del “pacto” interno con Hitler.
Algunos sectores se suman siempre, fácilmente. En todo lado. “Aportan”, como parece ocurrió en el país en estos años. Pero el “juego” es otro, en economía particularmente. Para ellos no. Una economía de mercado la deberían hacer todos, con las mismas reglas, respetando los intereses de los demás. Con eficiencia. Compitiendo. ¿No es eso lo que está detrás de la noción de equilibrio que explica el intercambio generalizado? Pero lo más “liviano” atrae a algunos. Arriba y abajo.
La propaganda estatal, recordémoslo, favoreció el atropello. Ocurrió a la época, ocurrió recién. En pueblos deliberadamente poco educados, la propaganda desvía sus intereses nobles y la búsqueda de metas altas. Se aplica la estrategia y mecanismos arbitrarios contra los ciudadanos. Los resultados son los que se constatan en diversas geografías y los que nosotros mismo los hemos vivido.
¿Qué más derivamos de Kertész? ¿Hay cómo hacer algo para evitarlo? ¿Nada? Debemos siempre estar conscientes de que no se trata de sobrevivir, sino de que se trata de vivir con mayúsculas, solidariamente. ¿Hacer algo contra las arbitrariedades es una locura? Posiblemente. Pero lo que sí es definitivo es que no hacer nada es la verdadera locura. Entregarse sin condiciones. Obedecer sumisamente. Con cualquier excusa. El balance será siempre peor. ¿Ejemplos?
La libertad existe, dice Kertész. El destino no existe. La ambición de la libertad y la creación, como lo reiteraba Camus, deben ser el norte del país. Lo único que aún puede cimentar el futuro de las nuevas generaciones. (O)
Lo que sí es definitivo es que no hacer nada es la verdadera locura. Entregarse sin condiciones. Obedecer sumisamente. Con cualquier excusa. El balance será siempre peor.