El pueblo indígena, traicionado desde 1533 en Cajamarca cuando “anocheció en la mitad del día”, y la clase laboral y sindical, desde el 15 de Noviembre de 1922 en que se arrojaron al Guayas “las cruces sobre el agua”, han sido caldo de cultivo de agitadores, oportunistas y demagogos, que ofreciéndoles sus justas reivindicaciones han derramado su sangre en las calles y plazas del país en esta lucha desigual. La gloriosa de 1944 estuvo orientada a una transformación que debiendo ser total en el aspecto socioeconómico, se enfrió con el advenimiento del segundo velasquismo. Desde entonces se han sucedido gobiernos de derecha, izquierda, y militares sin solución alguna. Los que indudablemente más hicieron por ellos fueron Carlos Julio Arosemena Monroy, con los décimos y las 40 horas, y monseñor Proaño, protector del indigenado.

Hace un año, Ricardo Patiño, alter ego y cerebro de Rafael Correa, en Latacunga, ordenaba a sus huestes el paso del constitucional derecho de resistencia pasiva a la resistencia combativa ilegal, subversiva y terrorista, convocándolos a la toma de edificios públicos, cierre de vías y paralización de servicios públicos, obedeciendo la técnica del golpe de Estado de Malaparte, exigiéndoselo a los mismos grupos sociales preteridos por Correa durante una década. Llamaba al indigenado y transportistas a generar un estado de conmoción nacional, propiciando el caos como medio de acción política, que permita a su líder eludir las merecidas sanciones penales por su corrupción y su mesiánica ambición de volver al poder.

La logística e infraestructura necesaria para la toma del poder, así como las fuerzas sociales descontentas a las cuales habían podido convencer estaban desde entonces listas para, por medio de la violencia terrorista, tomarse Carondelet. Solo hacía falta el detonante. La eliminación de los subsidios a los combustibles fue el pretexto. El golpe de Estado planificado y preparado por Correa solo necesitó que aplastara un botón para ponerlo en marcha e inmediatamente paralizar violentamente el país.

La dirigencia indígena, sorprendida de su propia fuerza, ahora tiene desmedidas pretensiones dirigenciales de someter caprichosamente al Gobierno, sin percatarse de que de repente sus enardecidas hordas transformaron el paro violento en una verdadera revolución. Ya no querían simplemente un cambio de gobierno que satisfaga las pretensiones de Correa, sino que desnaturalizaron el paro, orientándolo a una transformación xenofóbica, revanchista e incierta de las estructuras políticas, económicas y sociales, imponiéndoselas por la fuerza a la mayoría de los ecuatorianos, aprovechando su focalizada participación social por medio de la violencia y el miedo, paralizando el país y destruyendo sus ciudades.

Lo que Correa no previó es que el movimiento indígena, auspiciado logística y económicamente con su dinero del Arroz Verde de la corrupción y los millonarios dirigentes del privilegiado sector del transporte, se le desmarcaría, identificando su autoría y dejándolo solo.

La acertada e indeclinable posición presidencial, la defensa del orden social de las Fuerzas Armadas, Policía Nacional y de la sociedad mayoritaria abortaron tanto el golpe de Estado correísta como la imprevista revolución indígena.

Ahora debemos aprender la lección y corregir las injusticias sociales y sancionar a los culpables. (O)