La apología de la dolarización, a sus 20 años de vigencia, ha ensombrecido el momento dramático que le antecedió –la crisis estatal más grave del siglo XX– y los efectos estructurales que dejó sobre la sociedad y el Estado ecuatoriano, más allá del modelo económico. Incluso las mismas responsabilidades políticas frente al manejo de la crisis parecerían diluirse y ensombrecerse en medio de los elogios por la estabilidad traída.

Que sin dolarización estaríamos peor o quizá arruinados, como claman muchos analistas, es una hipótesis imposible de comprobar. La mayoría de países latinoamericanos que vivieron en las décadas de los 80 y 90 procesos hiperinflacionarios y devaluatorios aun más graves que el ecuatoriano en el 99, salieron de esos momentos sin dolarizar sus economías. Olvidamos el manejo económico y político de la crisis fiscal, la corrupción bancaria –de la cual el gobierno de Jamil Mahuad no está librado de culpa–, el drama social causado por la inflación, la devaluación y la pérdida de ahorros por el congelamiento bancario. El momento fue calificado por entonces como una “catástrofe económica” generadora de “un imparable proceso de empobrecimiento”.

Mahuad se pinta hoy como la expresión de una crisis estructural, heredada, que hubiese afectado sin remedio a cualquier gobernante, con lo cual diluye sus responsabilidades políticas, la lentitud de sus acciones y los compromisos que condicionaron sus decisiones. Puede ser que sea injusto e infame que el odio político le impida volver al Ecuador, como él mismo dice, pero la dolarización, sobre la cual hoy existe un amplio consenso, no lo convierte en un salvador ignoto de la patria. Su famosa metáfora del Titanic sirvió para describir la gravedad y complejidad de la crisis; y a la vez, para anticipar el naufragio de la economía nacional.

El Ecuador del siglo XXI no se entiende sin la dolarización y sin los cambios provocados por la crisis. Al menos son tres las herencias profundas: a) pulverizó el débil sentido nacional del Ecuador, convirtiéndolo en un espacio vacío e ingobernable; b) activó las fracturas territoriales de donde emergió el poderoso proyecto guayaquileño de las autonomías y la pérdida del sentido de la capitalidad de Quito. Esos dos hechos produjeron una crisis irreversible del estado unitario. Y el más sensible y notorio efecto fue c) un cambio en la estructura territorial del poder económico al desplazar el eje financiero de Guayaquil a Quito por primera vez desde fines del siglo XIX. La crisis produjo el colapso de los cinco grupos económicos más grandes de Guayaquil, ligados cada uno a un banco (Continental, Filanbanco, Progreso, Pacífico y Previsora) y el ascenso del Banco del Pichincha como el más grande del país, de largo. En Guayaquil, el beneficiario de la crisis fue el Banco de Guayaquil.

En lo político produjo, tras el corto y fracasado gobierno de la alianza Gutiérrez-movimiento indígena, el ascenso vertiginoso en el 2007 de un populismo nacionalista de izquierda que reivindicó, como bandera suya, sepultar a los responsables de la crisis financiera del 99, al poder oligárquico, a la clase política corrupta, al neoliberalismo y refundarlo todo. Un mesianismo caudillista posneoliberal que ligó su destino histórico a limpiar la herencia de aquella dramática crisis.(O)