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Ni siquiera lo imaginábamos. Solamente lo habíamos visto en películas de ciencia ficción. Que una pandemia llegara a parar el mundo en este siglo era improbable frente al avance de la ciencia. No obstante, el ser humano ha tenido que reconocer una vez más su vulnerabilidad y su mortalidad. La pesadilla de la COVID-19, que estamos actualmente viviendo, no tiene visos de terminar a corto plazo. De la paciencia y la disciplina que tengamos dependerá poder recuperar parcialmente nuestra libertad de trabajo y movilización. Para todos es una experiencia nueva. Vamos viviendo y aprendiendo día a día.

Subestimar o minimizar las alertas de la epidemia inicial fue nuestro primer gran error. Contábamos ya con reportes de Italia y España cuando en febrero de 2020 llegó el primer caso a Ecuador. El virus era nuevo, nadie conocía realmente su comportamiento; pero lo que sí estaba claro era su alta contagiosidad y su letalidad en caso de complicarse. Los llamados al aislamiento social y a evitar aglomeraciones no pesaron mucho en nuestra comunidad. En múltiples ocasiones se dijo que todo era una exageración y las medidas iniciales dictadas por nuestras autoridades fueron muy blandas. Las reuniones masivas en Guayaquil continuaron y la gente seguía viajando.

Minimizar la enfermedad asemejándola a “una gripe fuerte” nos hizo tomar precauciones muy a la ligera. Si bien es cierto que aproximadamente el 80 % de los contagiados tienen pocos síntomas y se complican poco, hay un porcentaje nada despreciable que muere al agravarse. Sabíamos que la mayor peligrosidad estaba en la insuficiencia respiratoria y que ello conllevaba el uso de ventilación pulmonar artificial. Si se contagiaban muchos al mismo tiempo y había muchos complicados al mismo tiempo, no habría suficientes recursos en los hospitales para afrontar una pandemia tal. Los médicos ya estábamos temerosos por lo que podía ocurrir en un país como el nuestro. Soy consciente de que ningún sistema de salud puede contener una avalancha multitudinaria de enfermos, pero la COVID-19 dejó al desnudo la fragilidad y la pobreza de nuestro sistema sanitario y de salud.

Desorganizados, sin protocolos, con personal insuficiente, con limitado cuadro básico de medicamentos e, inicialmente, sin medidas de bioseguridad, varios profesionales (médicos, enfermeras, tecnólogos médicos y demás personal sanitario) fueron cayendo de uno en uno. Para la segunda semana de aislamiento varios habían fallecido. La primera línea de combate fue tomada desprevenida, sin armas. Aunque las autoridades intenten alivianar el discurso de que todo está bajo control, los médicos sabemos que no es así. Existe subregistro tanto de contagiados como de fallecidos. Se necesitan miles de pruebas diagnósticas disponibles para la mayoría de la población. Los primeros que deben ser examinados son todos quienes trabajan en las unidades hospitalarias. Son los más expuestos y trabajan en sitios de alta carga viral. Lo más importante entre las medidas de contención de la propagación es identificar a los portadores para aplicar medidas de aislamiento.

Espero de las autoridades que recapaciten en que la inversión en un mejor, completo y equitativo sistema de salud es fundamental. El personal médico y paramédico debe ser mejor atendido y protegido. Los posgrados son imprescindibles para contar con especialistas. Las medicinas nunca deben escasear. Poco sirven las construcciones de cemento si la medicina que se ejerce es insuficiente. (O)