Tenía 18 años cuando llegué a Fasinarm. Venía de estudiar un tiempo fuera del país y esperaba iniciar pronto mis estudios universitarios en Psicología. Buscaba también participar en algún voluntariado y quiso el destino guiarme hacia esta institución, de la mano del expresidente Gustavo Noboa. Él me presentó a Marcia Gilbert de Babra, quien la había creado en 1966, en el marco de una visión educativa inclusiva, pionera en Ecuador.

Mi primer día lo recuerdo bien. Yo estaba vestida de azul y llevaba un collar de cuentas rojas en el cuello. Ingresé sin mucho protocolo al sobrio edificio de una planta, caminé unos pocos metros por un corredor y me topé con una especie de miniestadio amarillo, cuyas gradas estaban ocupadas por niños con discapacidad intelectual, quienes sonreían mientras cantaban algo divertido. ¡Fue amor a primera vista! Sin pensarlo dos veces me ubiqué entre ellos. Y los niños decidieron guardarme a su lado.

Hoy, esta querida fundación que ha mantenido intacta la promesa de brindar educación, habilitación profesional y empleo a decenas de niños, jóvenes y adultos con discapacidad durante 54 años, tendría que cerrar por falta de financiamiento. Y no me referiré a lo que Fasinarm ha logrado en su importante trayectoria. Tenemos decenas de informes sobre ello. Lo que deseo transmitir es eso que “no cabe en las voces”, como diría sor Juana Inés.

Aprendí en Fasinarm a pincelar de sentidos mi existencia. Que Tere diera un par de pasitos. Que Michi diferenciara el rojo del verde. Que Ricky pronunciara mi nombre. Que Pepe accediera a un empleo. Que los chicos jugaran rugby. Que Melanie ganara una medalla. Que Alberto tuviera novia. Que Martha María accediera a la universidad. ¡Logros inmensos celebrados con vital alegría! Aprendí en Fasinarm a ser resiliente como sus familias. Aprendí de su fortaleza ante la adversidad, de su hermoso canto a la esperanza. De su entrega y dedicación, de su ondulante travesía hasta encontrarnos. De su confianza en que lo haríamos bien; de que cuidaríamos de sus hijos como si fueran nuestros. De su convicción sobre el derecho de todos los niños a tener derechos.

Aprendí en Fasinarm el desafío de ser diferente. Aprendí que el compromiso y la cooperación son contagiosos. Que trabajar en equipo otorga plusvalía a una misión. Que no hay fronteras que limiten a la gente con pasión. Que no se miden los tiempos cuando se busca lo justo. Que el lenguaje es importante y que la condición de persona siempre va primero. Que las puertas cerradas pueden abrirse con entusiasmo y perseverancia. Que la ternura es capaz de resquebrajar las más recias armaduras. Que la felicidad es una actitud frente a la vida y sus impredecibles vueltas.

Aprendí en Fasinarm que somos parte del alma colectiva de Guayaquil. Del Guayaquil cercano y solidario que no deja que se pierda el deseo de soñar. De esta ciudad, de su gente, que no escatima esfuerzos para conseguir que todos sus hijos arriben a buen puerto. Porque algunos no siempre pueden hacerlo solos. Para eso estamos nosotros. Y también pueden estarlo ustedes, contribuyendo a nuestra causa: gofundme.com/fasinarm. (O)