Me propuse contestar una pregunta en esta columna. Adelanto que tengo serias dudas de lograrlo, pero antes de eso debo aclarar dos cosas. Primero, que no lo hago como médico, ni como estadístico, ni como científico de ninguna ciencia; lo intento como periodista y nada más. Y segundo, que tampoco tengo ninguna intención de juzgar decisiones de las autoridades: es solo un ejercicio que ojalá ayude a pensar.

La pregunta es: ¿qué cura más: los afectos o la soledad?

Se entiende lo de los afectos, pero aunque la soledad tampoco necesita explicación, se trata de la soledad del encierro de la cuarentena, que sufrimos por culpa del coronavirus, que ya nos tiene la paciencia al límite de la resistencia.

El aislamiento ha encerrado a todo el mundo –nunca mejor dicho– en sus casas, con la consiguiente imposibilidad de verse los padres con sus hijos y los hijos con sus padres, los abuelos con sus nietos, los novios, los hermanos, los tíos, los sobrinos, los amigos... A medida que el confinamiento se ha flexibilizado por decisión de la autoridad o por el relajamiento natural, hemos podido encontrarnos con socios, compañeros de trabajo, colegas, clientes... y también quizá con los afectos geográficamente más cercanos; pero para oírse o verse con quienes están lejos, seguimos pendientes del locutorio carcelario de internet.

Sin previo aviso hemos quedado separados unos de otros, quizá solo por una pared, por una calle, por un límite interprovincial, por un puente clausurado, por un terraplén municipal o por las fuerzas de seguridad que esta vez se han puesto inflexibles. Dependiendo de los lugares en que a cada uno le ha tocado la cuarentena, y gracias a certificados y salvoconductos, algunos han logrado superar las barreras; pero en la mayoría de los casos ha sido imposible, entre otras razones porque es mejor no verse para no contagiarse, ya que a pesar de que estamos bien, nos han dicho que podemos estar mal y complicarle la vida hasta la muerte a quienes más queremos, tanto que si llegaran a morirse, tampoco podríamos estar con ellos... Hay familias a las que la cuarentena ha sorprendido con uno o varios de sus miembros lejos de casa, varados en lugares insólitos del planeta.

Ya dije que no se trata de juzgar ninguna decisión de la autoridad sanitaria: solo estoy aprovechando la ocasión del coronavirus para plantear la necesidad de pelearla acompañados y de darnos tiempo para juntarnos cuando aparezca la próxima pandemia. No despreciemos la formidable vacuna de tener cerca a los que queremos: es bueno para el alma, pero también es una incalculable fortaleza para el sistema inmune.

Pregúntele a un futbolista si es lo mismo jugar con o sin hinchada; a un ciclista si es más fácil pedalear solo o acompañado; a un piloto si se anima a correr sin escudería; a un soldado si iría a la batalla solo o junto con su pelotón... Pregúntele a un anciano que cuenta los días más caros de su vida sin ver a sus hijos, a sus nietos o bisnietos, si prefiere la soledad o los afectos; le va a contestar que es mejor morir por el virus antes que morirse de tristeza. (O)